El mal endémico que mayormente ha socavado a la República es la corrupción, rubro en el que somos prácticamente campeones mundiales.
Afirmar simplemente que se trata de un “fenómeno cultural” resulta una vaguedad inadmisible. Si así fuese, la solución tendría que confiársele a Conaculta o a la Secretaría de Educación Pública para que iniciaran una ardua tarea cuyos frutos podrían percibirse en más de una generación. Aun así, el combate a esta lacra exige un marco institucional realmente eficaz que dé fin a la impunidad en todos los niveles de gobierno. Sería indispensable predicar con el ejemplo e imponer sanciones proporcionadas a los delitos.
Sin duda la corrupción es un hecho histórico de origen colonial. La Corona española consentía distintas formas de privilegios a los funcionarios metropolitanos y administraba los abusos del estamento criollo. Llevaba la cuenta de los excesos y esa información era empleada como instrumento de control e intimidación a fin de doblegar a los insumisos. Sólo que al final de su mandato el Virrey era sometido, en su caso, al juicio de residencia para dar cuenta del uso de sus potestades. Las escaleras se barrían de arriba a abajo.
En la época postrevolucionaria se reprodujo prácticamente el modelo colonial añadiéndose nuevas modalidades de corrupción, no sólo el peculado, sino el conflicto de intereses, la venta de los actos de autoridad —desde los contratos de obra pública, hasta los “moches” y mordidas—.
Con el neoliberalismo aparecieron nuevas vías para el enriquecimiento ilegitimo de funcionarios y empresarios, desde las privatizaciones amañadas, hasta la información previa a las devaluaciones y las operaciones de bolsa.
En nuestro tiempo el pluralismo político ha generado una metástasis de la corrupción que hoy abarca a todos los partidos y ámbitos de poder. El vínculo entre el dinero y las elecciones ha supeditado a los agentes de la autoridad, y el narcotráfico tiene bajo su dominio o amenaza a una gran parte del poder público. Estos elementos destructores de la República exigen soluciones firmes y de largo plazo que no queden subordinadas al arbitrio del gobierno en turno.
Durante años han sido objeto del debate parlamentario y de múltiples iniciativas y acuerdos. Sin embargo, a la hora definitiva, los proyectos son modificados por intereses personales y de partido, generando una comedia de confabulaciones y presiones que mantienen los privilegios y dejan intacta la corrupción.
Una vez más el Poder Legislativo se ha hecho cómplice de esta simulación. Ha sido incapaz de concretar mecanismos verdaderos de rendición de cuentas tanto en la Ley General de Transparencia como en el Sistema Nacional Anticorrupción.
A pesar de las denuncias de la sociedad civil en materia de transparencia, la Cámara de Diputados no reaccionó. El Consejero Jurídico de la presidencia podrá interponer recursos de revisión a la Suprema Corte en temas que atenten contra la “seguridad nacional” y, a través de la ambigua definición de “interés público”, el Ejecutivo Federal tiene la prerrogativa de reservarse información. Queda a la libre y “buena voluntad” de los servidores públicos la publicación de sus declaraciones patrimoniales y de conflicto de interés.
Por lo que respecta al Sistema Anticorrupción, aunque numerosos senadores de oposición se pronunciaron en contra de la minuta, ésta fue aprobada por el margen mínimo. Permanece el régimen de excepción del Presidente de la República y se eludió que éste sea sujeto de responsabilidades políticas o administrativas. Por añadidura, permanece la dependencia del Tribunal de Justicia Administrativa respecto del Presidente a través de su designación, así como la de la Auditoría Superior de la Federación, respecto de la Cámara de Diputados.
Hace más de dos décadas abolimos la hegemonía de un solo partido; hoy atestiguamos su restauración clandestina por medio del contubernio. Quedaron en el tintero la revocación del mandato, la supresión del fuero y la creación de nuevos paradigmas, como una Corte de Cuentas autónoma con jurisdicción sobre los poderes y organismos del Estado y las autoridades locales. Este tema capital exigiría ser sometido a referéndum para dar la última palabra y los medios de acción a los ciudadanos.