Aunque uno quisiera, hoy es prácticamente imposible aislarse del mundo, incluso huyendo a los lugares más remotos donde todavía no llega Internet. Me di cuenta cuando, recorriendo varios monasterios de clausura, los religiosos me hablaban de sus trabajos, a través de las nuevas tecnologías, y me descubrían conocimientos insospechados. ¿También se puede llegar a Dios a través de Google? Por eso, a pesar de que no soy un habitual consumidor de blogs ni redes sociales, la amplia red de amistades inevitablemente me hace llegar informaciones sobre asuntos que creen de mi interés.
Desde hace tiempo hay blogs y cuentas dedicados a combatir el sentido de la cultura, tal cual aún hoy la concebimos. Espacios que atacan a la lectura, a la escritura, al papel y a todos aquellos medios educativos que no se basen en el uso fundamentalista de las aún llamadas nuevas tecnologías. Por supuesto, soy defensor de la libertad de expresión, pero me preocupa, me descorazona que varios de estos profetas que claman contra el “pasado” y no ocultan su deseo de destruirlo sean profesores.
La vieja definición de que el hombre es un animal que habla, que tiene logos, sigue siendo irrefutable. Porque nuestra inteligencia es lingüística. Pensamos con palabras. Con palabras nos comunicamos. Y ellas organizan nuestras propias acciones. Sólo pienso en la medida que soy capaz de expresarlo en palabras: interiormente o hacia los demás. Pretender sustituir la palabra por aparentes equivalencias no es sino una forma falaz y taimada de empobrecer nuestra inteligencia. Y cada acto que atente contra sus manifestaciones fundacionales —la escritura, la lectura, la oratoria…— es un atentado contra nuestra riqueza civilizatoria.
No existe apenas incompatibilidad alguna entre el lenguaje del profesor y el del intelectual”. Y yo me pregunto: ¿profesores antiintelectuales? ¿Pueden realmente ser docentes quienes no hagan del logos el eje de su labor educadora, independientemente de su campo de especialidad? A veces pienso si no estaremos abocados a un colonialismo digital. Si, tras la dura y esforzada lucha que nos llevó a una sociedad más igualitaria, no estaremos creando artificialmente nuevas clases sociales: la de los proscritos, rango este último al que pertenecen no pocos de los pretendidos educadores a los que ya me he referido.
Los colonos digitales actúan como la infantería del colonialismo digital. Su ataque se basa en combatir las evidencias de la “vieja cultura”: los anteriores sistemas cognitivos del saber, los derechos legítimos de los autores, el mérito basado en el estudio, el conocimiento y la experiencia; en suma, el sentido profundo de las humanidades, de la ciencia, a manos de una técnica vacía, puramente consumista, cuando no movida por intereses especulativos o comerciales… Y, como expresión de todo ello, cantan himnos de promesas democráticas.
Uno de los mantras que esos colonos digitales repiten hasta la saciedad es el de que las nuevas generaciones son ya nativos digitales, en uso del término que inventó Marc Prensky. Esta idea de los nativos digitales, extendida por Ferri, es otra gran falsedad. No conozco a ningún nativo digital, simplemente porque no existen. Todo es tan reciente que hay escasísimo fundamento para construir esas “nuevas verdades reveladas”. Y jamás —o ese es mi más íntimo deseo— máquina alguna podrá sustituir o superar la labor humana, cercana, cómplice, estimuladora que un buen profesor tendrá siempre en sus alumnos. Los humanos aprendemos de los humanos. A través fundamentalmente de la experiencia. De las máquinas aprenden las máquinas.
Demos a cada cual el justo lugar que le pertenece. A la tecnología el que tan eficazmente le corresponde. A la humanidad, a la ciencia humanista, el lugar que nunca debe ceder.
César Antonio Molina es director de la Casa del Lector de Madrid.