En la víspera de la Nochebuena, sería un pecado hablar sobre política y de los políticos.
No quiero sumarme este día al coro generalizado de quejas y señalamientos sobre mil y una situaciones negativas que aquejan a mi Estado y a mi país. Sería un ejercicio sencillo, porque la variedad abruma, pero prefiero dedicar estas líneas a pensar –si a lo que hago se le puede llamar así– en la belleza de esta época, en los sentimientos que genera, en las añoranzas que despierta y la esperanza que renace en mi espíritu en cada una de estas celebraciones, desde que era un mocoso.
Entrecierro los ojos, suspiro hondo y deseo con fervor que la noche de mañana sea uno de los momentos más felices para todos mis seres queridos, para mis amigos y amigas, para mis compañeros y compañeras de trabajo, para mis vecinos, para mis enemigos y para no cometer un error imperdonable, para todos aquellos que escapan a mi memoria y también para quienes tendrán la dicha de vivir ese festejo. Dios aleje de todos el dolor o la pesadumbre.
Su servidor prefiere recordar la Navidad de mis años iniciales, la Navidad que al ver reunida a mi prolífica familia me hacía pensar que mis padres, tíos, tías, eran inmortales. Pasaba año tras año y ellos se veían siempre tan fuertes, tan alegres, tan saludables, que el tiempo semejaba sólo una palabra del diccionario.
¡Dios, qué navidades aquellas en la vieja casa de la abuela en la ciudad de México!
Doña Irene nos obligaba a todos a cantar para pedir posada. Nos echaba fuera de la casa con un frío glacial que calaba hasta los huesos, el cual hacía que todos entonáramos los villancicos con el alma y el corazón, para que nos dejara entrar y no morir congelados.
En el interior, esperaba un festín de ponches, de atoles de frutas, de buñuelos, de guajolotes –nadie los llamaba pavos– de pastel de carne, de suculentos tamales en hoja de maíz, al estilo de la Villa de Guadalupe, elaborados con carne de puerco en salsa verde que con sólo recordarlos me atenaza el estómago por el deseo de volverlos a probar. No había pastel, pero en la mesa se amontonaban las piezas de pan dulce más deliciosas que he degustado en mi vida.
Las piñatas eran un espectáculo. No menos de tres se rompían ante el ejército de escuincles, como nos llamaba la abuela, para que todos alcanzaran dulces, naranjas, mandarinas, cañas que nadie podía pelar, cacahuates, turrones y piezas de pinole.
Recuerdo con embeleso esos días. Recuerdo a mis primos, a quienes muchos de ellos no he vuelto a ver. Recuerdo a mi familia. Recuerdo el hogar y recuerdo el amor. Brindo por todo eso…
¿QUÉ NOS HA PASADO?
Recibí una carta que me dejó adolorida el alma.
La firma el señor Salvador Gutiérrez, vecino del ejido Loma Alta de Ciudad Victoria, quien hace alusión a una columna de mi autoría, publicada el pasado domingo, sobre el trato que nos dan a los tamaulipecos fuera de casa.
El texto confirma parte de lo expuesto en esa colaboración. Los norteños hemos perdido la imagen de cortesía, la amabilidad y el respeto a los demás.
Refiere don Salvador que en el estacionamiento de Walmart se le ocurrió pararse en un espacio para apartar un lugar para su auto. De improviso otro vehículo se le echó encima y lo golpeó en una pierna. Un tipo lo insultó para que se moviera y él prefirió retirarse, por el temor de ser golpeado.
Don Salvador tiene 83 años. Y aún así, un energúmeno lo iba a atacar, por un lugar de estacionamiento.
No son sólo los extraños. Los tamaulipecos también nos agredimos a nosotros mismos. Qué pena…
Twitter: @LABERINTOS_HOY