Es conveniente dar por hecho que cada habitante de una ciudad la vive, sufre o disfruta de una manera distinta y que su experiencia le pertenece, es única y en tantos casos intransferible.
El principio de la diferencia es esencial en los seres humanos y la suma de esas diferencias se convierte en diálogo y convivencia pacífica o, por el contrario, en enfrentamiento y humillación del otro. Y sin embargo las normas, códigos civiles o reglamentos específicos que intentan dejar constancia de un diálogo que persigue la supervivencia amable pueden llegar a ser un obstáculo para la misma si no son consecuencia de una realidad vivida en la experiencia común.
Esa realidad no es simple, sino compleja y no puede reducirse a conceptos u abstracciones que la suplanten: la realidad se crea cuando los seres y cosas diferentes forman comunidad o, en contraparte, cuando se enfrentan e intentan destruirse. Así como en un bosque de abetos nadie encontrará dos árboles exactamente iguales tampoco, en una ciudad, encontrará a dos personas que concuerden totalmente en sus apreciaciones acerca de la realidad en que viven.
Ciudad de México es muestra de lo que intento afirmar: cuando se pierde la confianza en los vecinos —todos los habitantes de la ciudad son vecinos sea en mayor o menor distancia— y en las autoridades o burocracia encargada de cumplir con las consecuencias del diálogo común, entonces no hay ciudad ni realidad construida, sino guerra soterrada y caos en la convivencia.
El funcionario público o policía que no cumple sus funciones debe ser considerado un criminal en el sentido de que sus acciones hieren cívicamente a alguien o propician su desgracia. He insistido en que el funcionario público de una ciudad corrompida en sus fundamentos —ausencia de equidad económica, de claridad y eficacia legal y de respeto por el otro— debe de ejercer la filantropía y poseer una inclinación a ayudar a los demás: debe ser leal a la familia ampliada.
Un policía que obtiene por su trabajo un salario miserable no va a cumplir bien sus funciones porque resulta fácilmente objeto de la corrupción y de la intimidación criminal. Tiene, además, que contar con una vocación auxiliar que complemente los escasos pesos que le dan a cambio de sufrir los embates de una ciudad caótica.
El nuevo reglamento de tránsito del DF, por ejemplo, es un buen intento de hacer norma lo que las distintas voces civiles y su experiencia cotidiana reclaman.
El reglamento es naturalmente perfectible puesto que toda ciudad es una entidad en movimiento continuo. Se me vienen a la mente dos omisiones importantes: la primera es que apenas si se destinan unas cuantas líneas imprecisas a la defensa de los particulares frente a los actos y abusos de autoridad. Así comienzan las autodefensas y los desencuentros que terminan en humillación de uno a manos del otro. Otra omisión tiene que ver con la resistencia a concebir como contaminación y perturbación de la convivencia el ruido que producen los vehículos.
El reglamento de Tránsito no dedica más que un par de líneas a este tenebroso asunto. (Las camionetas y sus bocinas añadidas continuarán torturando a los ciudadanos).
La semana pasada Arnoldo Kraus y también Sara Sefchovich escribieron en sus columnas de EL UNIVERSAL al respecto de asuntos de la ciudad. Sus observaciones son agudas, denuncian hechos graves y además buscan señalar las raíces en la ausencia de diálogo cívico. ¿Quién los escucha? Es necesario formar consejos delegacionales integrados por personas expertas en distintas áreas —arquitectura, urbanismo, arte, salud, etc…— capaces de sugerir alternativas a la hora de tomar decisiones que afectarán a todos. Por ejemplo: ¿Quién le ha entregado la ciudad a un par de escultores para que la conviertan en su taller cuando existen tantos buenos artistas radicados en la ciudad? Yo he transitado esta ciudad casi toda mi vida. Camino largas distancias a cualquier hora. Me han asaltado y amenazado poniéndome un arma en la cabeza. Algunas veces he tenido que pelear y otras más me he adelantado a las agresiones: me he vuelto un perro urbano que presiente el amago inminente. Conozco bien el territorio urbano.
Los dilemas de convivencia y justicia en la ciudad se relacionan con el estado del país y sus instituciones, pero nada cambiará si no se consigue lo siguiente: amplia inversión en un buen transporte público; policías y funcionarios leales a la ciudadanía; limitación en el uso del automóvil; conciencia de que la ciudad no está formada por las colonias más céntricas, sino que se concentra en un punto dentro de cualquier delegación; una tendencia de izquierda progresista anudada en principios generales de bienestar y justicia en vez de facciones alrededor de caudillos; educación civil en contra de individuos lastimados por el acoso del entretenimiento dañino y la publicidad ofensiva; extender la certeza de que el otro es siempre más importante que uno; regulación de la construcción de edificios sumada al aumento de espacios de recreación, y sobre todo: desarrollo social basado en una equidad económica. ¿Una utopía? Por supuesto, pero —como escribió L. Kolakowski— si uno quiere que deje de serlo primero hay que plantearla.




