Más de cinco millones de palestinos viven en campos de Siria; si un nuevo estallido de violencia les obliga a huir la cifra de quienes se dirigen a Europa se duplicará. Es urgente encontrar una solución política al conflicto palestino.
“Yo nací aquí. Y he pasado toda mi vida aquí. Pero soy de otro lugar”.
A sus 49 años, Hatim Mihjiz jamás ha salido de la franja de Gaza. Aun así, cuando le preguntan de dónde es, sigue respondiendo que del pueblo de Al Jiyya, cerca de Ashkelon.
En realidad, el que vivía ahí era su padre, Ibrahim, hasta la guerra árabe-israelí de 1948, cuando Israel ocupó la zona y echó a los palestinos. Ibrahim fue enviado al sur, al campo de refugiados de Beach, en la costa de Gaza, donde acabó sus días, y donde sus descendientes siguen esperando el momento de volver.
Para gran parte de la opinión pública europea, los refugiados son un fenómeno surgido este año, cuando la violencia empujó a centenares de miles de sirios hacia el Mediterráneo y hacia los titulares. En cambio, para Hatim, “refugiado” es casi una nacionalidad. Nació en esa condición. Quizá muera en ella.
Su barrio, Beach, no se parece a los campos que uno ve por televisión. En seis décadas y media, ha dejado de ser un campamento para convertirse en un conjunto habitacional de cemento y asfalto. De no ser por las pintadas en árabe de las paredes, se confundiría con cualquier chabola de Lima o Bogotá. Los refugiados tienen descendencia —hoy son más de un 1.300.000, dos tercios de la población de la franja—, y el espacio no crece por arte de magia. Gaza ostenta una de las mayores densidades humanas del mundo.
Cuando Hatim se casó, dividió con un tabique el piso familiar y se instaló ahí con su esposa. Trabajaba en una fábrica textil. Tenía expectativas. Pero el huracán de la historia se llevó su futuro. Cuando llegó su segunda hija, Ola, estalló la segunda Intifada. Mientras nacía el tercero, Waseem, Israel levantó muros alrededor de Gaza, y ya nadie pudo entrar ni salir sin permiso. Las dificultades para comprar y vender obligaron a cerrar la fábrica, dejando a Hatim sin trabajo. Tras el nacimiento de su quinto hijo, Lama, el grupo radical Hamas tomó el poder de la franja por la fuerza y el cerco israelí se endureció.
Hasta hoy, lo único que ha evitado una revuelta violenta o un éxodo de la población es UNRWA
Hoy, Hatim, su esposa y sus siete hijos se amontonan en dos habitaciones. En la franja, el desempleo alcanza al 42% de la población, la mayor tasa del planeta. Entre la contaminación y el hacinamiento, Naciones Unidas calcula que Gaza será inhabitable en cinco años.
Como Hatim, más de cinco millones de refugiados palestinos viven en campos de Siria, Líbano, Jordania y la propia Palestina bajo gestión de la United Nations Relief and Works Agency (UNRWA). Estos parias no son aceptados como ciudadanos ni por Israel ni por los países árabes. Para ellos, UNRWA es lo más parecido a un Estado. La agencia ofrece educación, salud, alimentos, algunas
infraestructuras y servicios sociales, como centros para mujeres y préstamos para microempresas. Además, es la principal fuente de empleo: 29.000 de sus 30.000 empleados son refugiados.
El problema es que, tras 65 años —los últimos 15 de encierro a cal y canto—, la paciencia se agota y la presión aumenta. Aparte de Gaza, los asentamientos de Israel asfixian a los beduinos palestinos de Cisjordania: sus familias no pueden acceder al agua. Sus casas son sistemáticamente demolidas. Sus rebaños son confiscados cuando traspasan los límites —cada día más estrechos— de sus pueblos.
En este espeso pantano, la violencia cría sus larvas: periódicamente, adolescentes de los campos cisjordanos se rebelan y arrojan piedras o palos al otro lado del muro. Algunos acuchillan. En respuesta, los militares israelíes disparan. En dos años, el porcentaje de refugiados heridos de bala aumentó un 139%. En 2014 murieron así 53 palestinos, 21 de ellos refugiados. Y solo en octubre de este año, 71 palestinos y 8 israelíes han perdido la vida en ataques armados.
Hasta hoy, lo único que ha evitado una revuelta violenta o un éxodo de la población palestina es UNRWA. Con un presupuesto de unos 2.500 millones de dólares anuales, equivalente al de un país pobre, la agencia se las ingenia para crear oportunidades, proteger los derechos básicos de la población y mantener la paz social. Sin embargo, la guerra en Siria está reventando las costuras del statu quo.
La violencia desestabiliza los campos sirios y encarece el mantenimiento de todos los demás. Este año, UNRWA necesitó un fondo de emergencia de 420 millones de dólares extra. Para el año que viene, faltan por cubrir 81 millones de dólares.
El último verano, los refugiados se asomaron al abismo: un déficit de 101 millones de dólares estuvo a punto de impedir que se abran los colegios en los campos de UNRWA. Aparte de cancelar el porvenir de millones de personas, el cierre habría dejado en la calle a cientos de miles de jóvenes sin nada que hacer excepto, por ejemplo, descargar su frustración contra los militares israelíes. O tratar de saltar los muros.
La situación se salvó in extremis con una inyección de fondos a cargo de la Unión Europea, Estados Unidos, algunos Estados europeos a título individual y varios países árabes. Gracias a ellos, el déficit quedó cubierto justo a tiempo. Los colegios abrieron. La bomba del tiempo detuvo el temporizador. Pero una nueva crisis es cuestión de tiempo. Los costos y la presión no paran de crecer.
Un acuerdo de paz es la única forma de impedir un nuevo foco de violencia y éxodo en la región
¿Es eso un problema entre israelíes y palestinos? ¿Es una cuestión que debe resolver Oriente Próximo?
No. Desde este año es también, crucialmente, un problema europeo.
La gran emergencia de refugiados hacia Europa estuvo cerca del millón de personas. Pero en los campos de UNRWA se acumulan cinco millones más. Si un estallido de violencia los obliga a huir, con que solo el 20% busque un futuro en la UE, la cifra de refugiados en el Mediterráneo se duplicará. La agencia calcula que 52.000 pobladores de los campos sirios pueden haber emigrado ya hacia Occidente. Y habrá que sumar a ellos los desplazamientos de población que produzcan los bombardeos contra el Estado Islámico.
Convertirse en refugiado es como saltar de un rascacielos en llamas: solo se hace si resulta peor quedarse. En Oriente Próximo, no es posible contener la huida de las zonas arrasadas por la guerra. Pero la comunidad internacional sí puede presionar a las partes para encontrar por fin una solución política al conflicto palestino. Un acuerdo de paz es la única forma de evitar un nuevo foco de violencia y éxodo en la región. Y permitiría reasignar enormes recursos a las nuevas emergencias.
La familia de Hatim lleva 65 años esperando esa solución. Hoy, Europa también la necesita.