El sector agropecuario fue la columna vertebral de aquel “milagro mexicano” del siglo pasado. Un largo periodo caracterizado por el alto crecimiento económico, con notables avances en el bienestar de la población.
De 1940 a 1954 la tasa de crecimiento del sector industrial fue de 6.6 por ciento anual; subió al 7.4 por ciento entre 1955 y 1961 y se elevó aún más, al 9.7 por ciento de promedio anual de 1962 a 1970. Tres décadas de crecimiento espectacular que fueron posibles gracias al no menos intenso desarrollo rural que lo sustentaba.
En 1940 la superficie cosechada fue de 5.9 millones de hectáreas y en 1956 ascendió a 14.6 millones de hectáreas. El reparto agrario, acompañado de una estrategia amplia de soporte institucional, logró hacer producir en manos campesinas una vasta superficie anteriormente ociosa. Ocurrió elevando al mismo tiempo la productividad. La producción media de maíz, el principal alimento de la población, subió de 602 kg por hectárea a principios de los años cuarenta a 1,153 kg. a finales de los sesenta. De hecho toda la producción de temporal duplicó sus rendimientos.
Lo más relevante del desarrollo rural fueron sus impactos en el bienestar de la población y en las exportaciones. El consumo de maíz creció de 100.7 kilos por persona en 1940 a 171.3 kg en 1970; el de frijol se elevó de 7.2 a 18.5 kg. en los mismos años. Hubo, en paralelo, importantes incrementos en el hato ganadero (gallinas, cabras, cerdos, vacas) en manos de la población campesina. Se pasó del hambre crónica a una relativa abundancia generalizada.
En ese mismo periodo pasamos de ser importadores de maíz a fuertes exportadores de este grano y otros más.
Fue la capacidad de la agricultura para conseguir dólares, para elevar notablemente la nutrición en el campo y las ciudades y, no menos importante, para darle un fuerte sustento social, lo que permitió la industrialización acelerada. Hasta que más adelante, en los años sesenta se pasó a exprimir a los productores, se estancan los precios de garantía, los apoyos se hacen selectivos y favorables solo a la agricultura comercial.
A partir de 1965 se reduce la producción de maíz y la de frijol a partir de 1970. La superficie cosechada de maíz baja de 13.2 a solo 9.6 millones de hectáreas entre 1966 y 1975. La sobrevaluación de la moneda y la caída de la rentabilidad agropecuaria nos convierten en fuertes importadores de alimentos.
La pérdida de bienestar y del financiamiento en dólares terminan por hacer sucumbir la estrategia, excepto por unos breves años en los que las exportaciones petroleras y el endeudamiento basado en ellas nos hizo creer que había llegado la abundancia. Solo que la abundancia previa, basada en el trabajo campesino había sido generalizada, y la petrolera fue altamente selectiva en sus beneficiarios.
En las últimas tres décadas México ha destacado por su amplio gasto público en desarrollo rural, y por sus malos resultados. El problema es que la efectividad del gasto no es un asunto cuantitativo sino eminentemente cualitativo.
Los apoyos institucionales que crearon la época de oro de la agricultura y el bienestar rurales se caracterizaron por su incidencia masiva, generalizada, mediante esquemas de regulación del mercado y de contacto directo con las organizaciones de productores, el sector social de la producción y las comunidades.
Un fuerte aparato público (Conasupo, Almacenes Nacionales de Depósito, Banco Nacional de Crédito Ejidal, Banco Agrícola, Banco Agropecuario, asi como Fertilizantes Mexicanos, Productora Nacional de Semillas, Alimentos balanceados mexicanos, Tabamex, Instituto mexicano del café y otras instituciones) incidía en el mercado como soporte financiero, comercial y regulador del margen de ganancia de los intermediarios privados en la compra venta de granos, semillas, fertilizantes e insumos químicos, crédito y servicios productivos, incluyendo los de desarrollo y difusión tecnológica.
Sin embargo, desde el predominio de la ideología neoliberal la incidencia pública se caracteriza por lo contrario a la estrategia exitosa; se cuida de no competir con los intermediarios privados dejando así el establecimiento de precios y márgenes de ganancia a la libre operación del mercado. En las pocas áreas en las que aún opera, como el crédito, lo hace en una escala reducida y con apoyos selectivos, orientados a la producción comercial, los grandes productores y los cuates.
La estrategia de apoyos rurales se basa en reglas de operación difundidas por internet y mecanismos de selección impregnados de “cuatismo” nacional y local. SAGARPA, por ejemplo, publica que el año pasado repartió 7 mil tractores, apoyó proyectos productivos, amplió áreas de riego y demás. Pero todo son apoyos selectivos. Vista de otra manera su operación se ha basado en una definición de productores “con potencial” que justifica el darle la espalda a la mayoría, desde los productores de buen temporal, a los de zonas áridas (casi todo México. Sus apoyos son costosos, benefician a muy pocos y no crean condiciones de rentabilidad a la mayoría.
Es una estrategia en la que la distribución de los recursos es de acuerdo a la voluntad de los agentes privados encargados de promoverlos. Las evaluaciones de la FAO han sido claras en ese sentido; los programas públicos no llegan a los productores alejados de la carretera. Finalmente es una estrategia sumamente propensa a la corrupción y esto tal vez explica el atrincheramiento en su favor de la burocracia, los intermediarios privados, los vendedores comerciales e incluso los beneficiarios directos, únicos a los que se les da la oportunidad de evaluar los resultados.
Hemos entrado en un periodo de turbulencia financiera; el dólar caro puede alterar de manera importante las condiciones de producción agropecuaria en un país que ha descuidado la producción de insumos internos y en el que la organización comunitaria, del sector social y de los productores es considerada indeseable.
Es el momento de repensar si nos quedamos con una estrategia de desarrollo rural que ha fracasado en lo productivo, en lo social y en la gobernabilidad rural. Podríamos, en lugar de ello, actualizar la posibilidad de que el sector público, en alianza con los productores incida en la operación del mercado en los múltiples frentes que determinan la rentabilidad del sector. Lo que requeriría una diversidad de mecanismos apropiados a los distintos sectores, regiones y características de los productores.