El sentimiento patriótico recorre el país.
Son tiempos renovados para el “masiosare” que cimbraba nuestros pechos infantiles al entonar el Himno Nacional. Y cito los tiempos de la niñez porque son los días del romanticismo y la piel “chinita” por los símbolos mexicanos, que en la juventud y madurez se han perdido o por lo menos se habían reducido.
Hoy, la indignación corre por nuestras venas y otra vez asoma expectante la cabeza aquel grito de “yanquis, go home”, que alimentado por la izquierda marcó una etapa de feroz antagonismo con todo lo que oliera y fuera similar a Estados Unidos y que parecía haber casi desaparecido. La vieja estrofa del canto más querido domina nuestras mentes con encendido orgullo:
“Más si osare un extraño enemigo, profanar con sus plantas tu suelo, piensa oh patria, querida, que el cielo, un soldado en cada hijo te dio…”
Qué bueno que revivamos el amor a la patria. Qué bueno que nos sintamos unidos por ese espíritu. Qué bueno que muchos olviden diferencias políticas o personales para no permitir que la soberanía nacional sea sometida como de hecho ya ha pasado pero en forma maquillada. Qué bueno que nos sintamos mexicanos y no priístas, panistas, perredistas, “morenos”, verdes o del Club de Tobi.
Pero como todo en la vida, los extremos suelen ser negativos. Y en un momento dado hasta peligrosos. En la percepción de su servidor, la complicada relación que actualmente rige entre nuestro país y el vecino del norte, que debería ceñirse estrictamente a su gobierno y no a toda la sociedad estadounidense, está encendiendo una mecha para un estallido –económico desde luego– que puede ser tan dañino para el que la prende como para quien va destinada la explosión.
Veo justa la ira mexicana por el trato discriminatorio de un lunático que por artes de Belcebú –se oye más sofisticado e impactante que el Diablo– llegó a ser presidente de Estados Unidos, pero veo también riesgos en los caminos que se tejen en la mente colectiva para tomar revancha de ese agravio inminente.
He escuchado personalmente, en redes sociales, en comentarios editoriales, en el seno de la familia y hasta a grito abierto en las calles, exhortos a dejar de comprar en México todo artículo que tenga origen norteamericano, en un boicot al consumo que aparentemente causaría un severo daño financiero a la producción y comercio gringos.
Pero, ¿sería ese estrago sólo para los estadounidenses?
No podemos hacer a un lado que las franquicias con origen en ese país, llámense McDonalds, Starbuck, Pizza Hut, Kentucky Fried Chicken o trasnacionales como Sam’s Club, Walmart, HEB y cientos más como esas, incluidos los automóviles en sus distribuidoras, ciertamente tienen su base en Estados Unidos, pero en su estructura conviven capitales mexicanos. En el caso de las franquicias el inversionista suele ser un empresario local, por lo menos en calidad de socio, como sucede en Victoria, en Tampico o Nuevo Laredo, por citar unas ciudades tamaulipecas. Igual que en el resto del país. Sería un golpe a nosotros mismos.
En ese “antiyanquismo”, nuestra indignación puede arrastrar a empresarios mexicanos que arriesgaron su dinero en su país, nuestro país; puede arrastrar también a cientos de miles de empleados que laboran en esos comercios y provocar una grave crisis en la economía familiar si eso llega a ser causa de despidos, en una nociva cadena con panoramas estremecedores.
No hay que perder la brújula. Si queremos realmente meterle una zancadilla a Trump y su cauda de extremistas, considere mejor dejar de ir al “shopping” a McAllen, a San Antonio, Houston o Nueva York –sólo en la frontera son más de 10 millones de compradores mexicanos históricos– y deje de vacacionar en Disneylandia, Miami o Lake Tahoe. Serán los propios norteamericanos quienes le exigirán al milloneta que frene sus incursiones demenciales en la economía que involucra a ambos países.
Para que la cuña apriete, debe ser del mismo palo…
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