Desde 2001 me invitaron a incorporarme a un grupo de amigos que, por convocatoria de Jorge Orvañanos, se reúne a comer seis veces al año, autodenominado Grupo de Economistas, aunque no todos lo son. La agenda, que se ha repetido siempre, es por demás sencilla: I. Situación económica: en lo internacional y en México; II. Situación política: en lo internacional y en México. Uno de los miembros, a mi entender el más distinguido, fue don Lorenzo Servitje Sendra. Esas reuniones y algunos encuentros que se derivaron de éstas me permitieron conocerlo y tejer una relación de amistad.
A la muerte de su padre, la semana pasada su hijo Daniel escribió una espléndida carta en la que hace un recuento de las características del hombre y padre, así como de la trayectoria del destacado empresario. Es difícil agregar algo a esa pieza privilegiada por la cercanía y la relación filial. Por ello, sólo me atrevo a destacar lo que caracterizó a don Lorenzo en su participación en esas gratas e interesantes comidas.
Escuchar, pensar, y preguntar, antes de afirmar o actuar, era su costumbre. Con su amabilidad característica, por lo general tomaba su lugar a la mesa y escuchaba con atención a los comensales. Si tenía alguna duda o alguna precisión que hacer, lo hacía en el momento adecuado, respetando siempre los espacios de todos los interlocutores. Nunca se ponía a hablar con alguno de los asistentes mientras otro hacía uso de la palabra, signo inequívoco de respeto personal. No pontificaba ni acaparaba la conversación. Durante la comida, estaba atento, pensando, cavilando, como distinguiendo lo esencial de lo adjetivo o anecdótico. Su costumbre era solicitar intervenir ya avanzada la comida, adivino que cuando él consideraba que tenía algo que aportar a la argumentación.
Con el tiempo fui cayendo en cuenta de que don Lorenzo tenía una agenda central: México. Se informaba, debatía, reflexionaba, siempre en función de qué implicaba todo ello para nuestro país, que era su pasión. Abrevaba de planteamientos generales y abstractos a fin de transformarlos en prescripciones prácticas sobre lo que habría que hacer en México. Cuando identificaba algo que se hacía bien en algún tema o latitud, de inmediato señalaba el impacto y los beneficios para México, de poder adaptar y adoptar esa práctica. Lo hacía movido por una constante preocupación por la persistente pobreza y por la lacerante desigualdad.
En ocasiones en que la conversación parecía no haber tocado algún tema que él traía en mente, buscaba la oportunidad para decir: “A ver, les tengo una
pregunta”, misma que planteaba al grupo de manera contundente. Sus interrogantes fueron por demás relevantes y, siempre, desde la perspectiva de México.
Don Lorenzo era muy puntual. Llegaba a la hora de la cita y era el primero que se levantaba, a las 16:30, señalando que ese era el horario acordado. Su sencillez en lo cotidiano queda plasmada en una anécdota. En una ocasión que comió en mi casa, me levanté y lo acompañé a la puerta; salió y se subió en un coche. El coche arrancó. Minutos después, sonó el timbre, y mi sorpresa fue que era de nuevo don Lorenzo. Le pregunté: “¿qué pasó?”, a lo que respondió: “es que ése no es mi coche, y el mío no lo encuentro”. “A ver, voy a indagar”.
Hizo un par de llamadas, y me dijo: “no se preocupe, ya viene. Es que estaba a la misma altura de su casa, pero en la siguiente cuadra. Ya cayó en cuenta y viene por mí. Me despido de nuevo y me disculpo por este contratiempo”.
Va a hacer mucha falta don Lorenzo. Por su intelecto, por su espíritu emprendedor, por su bonhomía, por su amor a México, por su preocupación por los que menos tienen, y sobre todo, por su sencillez. Esto contrasta con lo que lamentablemente hoy se observa en México. Se ha perdido conciencia de los demás, respeto a la convivencia en sociedad, discreción en la manera de vivir, y liderazgo para marcar, con autoridad moral, rumbo de cómo un empresario puede hacer mucho en beneficio propio y de todos.