El nombre de la lengua de arena en la isla Sur de Nueva Zelanda resonó casi premonitorio entre el 9 y el 11 de febrero, cuando su playa se fue atestando por nada menos que 600 ballenas piloto de cuerpos brillantes y desvalidos, desparramados e inertes bajo una sequedad hostil.
Gracias a la inmediata reacción de auxilio, 200 de ellas consiguieron volver al mar empujadas por el esfuerzo conjunto de autoridades y voluntarios. Pero la vida se despidió de las otras 400 sobre aquella arena, dejando a la población entre cabizbaja y aturdida, consciente de que no será su última intervención. Las costas entre su país y Australia ostentan el triste récord de encallamiento de cetáceos, tanto individuales como colectivos. También el de salvamento de los mismos, debido al elevado grado de concienciación y adiestramiento de sus habitantes.
La aparente maldición podría reducirse a un capricho geográfico. Desde el borde del agua, el lecho marino desciende muy lentamente y con textura arenosa, una configuración trampa por diversos motivos. Peter Evans, director de la Sea Watch Foundation, explica que tal configuración no devuelve bien el eco de los sonidos que muchas especies utilizan para reconocer su entorno y comunicarse entre sí. El animal considera que sigue en las profundidades y, en algún momento, topa con el fondo. Su propio peso, al aterrizar sobre este, puede dañarle los órganos, incluso si no llega a salir a la playa. Nadie sabe cuántas de las ballenas que se consiguen devolver al agua van fatalmente tocadas.
Esa orografía asesina la comparten otros puntos negros del varamiento: la Ocean Beach y las bahías de Tasmania y Geographe, al oeste de Australia, pero también la costa británica frente al el Dogger Bank, en el Mar del Norte. Todas ellas suponen silenciosas trampas para animales asustados por depredadores, cegados en pos de una presa o debilitados por heridas o enfermedades. Un indicio de su desorientación es que muchos de ellos vuelven a encallar tras ser liberados. Pero ¿se despistan 600 ballenas a la vez?
“Los varamientos masivos son fenómenos mucho más raros, aunque han ocurrido siempre y se deben a causas muy diversas, algunas de ellas aún por determinar”, aclara Ricardo Aguilar, director de Investigación y Proyectos de Oceana en Europa. Eso sí, suelen circunscribirse a un puñado de especies con dos características comunes: habitar a grandes profundidades –a partir de 1.000 m– y vivir en sociedades con una cohesión social elevadísima.
Las piloto de Nueva Zelanda (en realidad pertenecientes a la familia de los delfines) encabezan el listado de tragedias, compartido por falsas orcas, zifios, el delfín cabeza de melón y los cachalotes, estos últimos más frecuentes en el Mar del Norte. La cohesión social explicaría el aterrizaje masivo. “Muchas de estas especies siguen al líder, normalmente un macho viejo. Si este se despista, el resto va detrás. O bien uno o dos ejemplares encallan y emiten sonidos de auxilio –explica Aguilar–. Por eso es importante localizarlos pronto y llevarlos mar adentro, para que llamen al resto del grupo”.
Riesgos de que los cuerpos exploten
La dura piel de las ballenas no deja salir los gases que se forman por la descomposición del cadáver. Hasta el punto de que muchos de ellos explotan, con el consiguiente espectáculo, hedor, y riesgo para la salud. Por ello, una de las primeras tareas de las autoridades en el último varamiento de Nueva Zelanda fue ir punzando los cuerpos de los animales ya muertos. Los ejemplares vivos no resisten más allá de 12 horas fuera del agua. Después sus músculos empiezan a degradarse y liberar toxinas.
Calamares en el estómago
El comentario de Evans sobre el suave declive costero se enmarca en la explicación de un suceso acaecido en 2016 en el Mar del Norte. A lo largo de cuatro semanas, diversas playas de Alemania, Holanda, Inglaterra y Francia fueron recibiendo agonizantes –o ya muertos– cuerpos de inmensos cachalotes. Todos machos jóvenes. Las autopsias hallaron restos de calamares del género Gonatus en los estómagos de los primeros náufragos y absolutamente nada en los últimos, gravemente deshidratados. Según aclara el oceanógrafo en el blog de su fundación, estos animales obtienen el agua de sus presas, por lo que se lanzó una hipótesis de los hechos: se despistaron en pos de un banquete de calamares que solo los primeros llegaron a disfrutar. Aunque las intensas tormentas de los días anteriores también habrían justificado una búsqueda desesperada de mar en calma. Hasta que la arena se tragó su eco orientativo.
“Gran cantidad de estos episodios quedan en hipótesis, porque muchas líneas de investigación están por confirmar”, advierte Aguilar. Una de ellas, el efecto de las tormentas con mucho aparato eléctrico en la brújula de ciertas especies, basada “en cierta cantidad de óxido de hierro en el cerebro, como en las palomas”. La alteración de los campos electromagnéticos terrestres las sumiría en un gazpacho de puntos cardinales.
Igualmente por comprobar está la influencia de la acidificación de los océanos. Un estudio de Keith Hester alegaba en 2008 que la modificación química del agua marina debida al cambio climático está acelerando la velocidad del sonido en ese medio. En el último siglo, un 10 %, que llegaría al 70 % hasta 2050. El cambio afectaría especialmente a las frecuencias en que se comunican los cetáceos, lo que contribuiría a su desorientación.
burbujas colaterales
Sin embargo, otras investigaciones sí han encontrado una relación de causa efecto. El primero en sospechar que las maniobras de navíos de la OTAN en 1996 frente a las costas griegas tenían que ver con la posterior muerte de una docena de zifios fue Alexandros Frantzis. Seis años más tarde se repetía el episodio en las islas Bahamas. En esta ocasión la autopsia reveló en el oído interno de los animales unas hemorragias que podrían obedecer a los rápidos cambios de presión provocados por el sónar.
Y lo mismo sucedió, también en 2002, en la zona de maniobras navales internacionales de Neotapón, en aguas del archipiélago canario. Cuatro horas después de unas maniobras llegaban a la costa canaria los cuerpos de 14 zifios. Al analizarlos encontraron lesiones debidas a burbujas de gas formadas en la descompresión de un ascenso demasiado rápido, un riesgo muy conocido por los buceadores. La relación definitiva entre maniobras y varamiento la confirmó en 2013 un estudio de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que validaba también la efectividad de la moratoria de pruebas militares en una zona de 50 millas de aguas insulares iniciada en 2004.
Natural y prehistórico
El efecto del sónar es quizá la causa más directa de la acción humana en los varamientos masivos. Otra, aún por verificar, puede ser la contaminación. A ella apuntó como hipótesis de trabajo Carolina Simón Gutstein, de la Universidad de Chile, tras descubrir con ayuda de fotografías aéreas e imágenes de satélite los cuerpos de 337 rorcuales norteños en un fiordo de su país, al sur de la Patagonia. Era junio de 2015 y la investigadora sospechó de una posible marea roja. Estas explosiones repentinas en la población de microorganismos vuelven tóxicas las aguas. Suelen deberse a un exceso de nutrientes y fertilizantes, que hoy atribuimos a la actividad agrícola y ganadera. Sin embargo, el paleontólogo Nicholas Pyenson, del Instituto Smithsonian, encontró indicios de que un fenómeno parecido había tenido lugar hace entre tres y cinco millones de años. Los fósiles de mamíferos marinos de varias especies, incluidos cachalotes y rorcuales, fueron encontrados en pleno desierto de Atacama.
Nadie ha realizado un registro histórico mundial de encallamientos, pero sí disponemos de datos aislados. Se sabe que, desde el siglo XVI, las costas del Mar del Norte han recibido varamientos de más de cuatro cachalotes en catorce ocasiones. Sobre todo en la zona sur y siempre entre noviembre y marzo. Y la mayor muerte masiva registrada es la de mil ballenas piloto en las islas Chatham (Nueva Zelanda) en 1918.
“Pero hay que tener en cuenta que no sabemos lo que ocurre en muchas zonas como Filipinas e Indonesia con gran cantidad de islas”, advierte Ricardo Aguilar. Los registros dependen en gran parte del personal y la población disponible para reportarlos.
La fluctuación en las poblaciones de cetáceos influye también en la frecuencia de estos dantescos espectáculos. Tras la presión de la opinión pública para que cesara la caza de cachalotes, su población se incrementó en la última mitad de la década de 1990. Justo cuando empezaron a aumentar los varamientos en el Mar del Norte.
“Parte de estos eventos forman parte del ciclo de vida –admite Aguilar–. Pero se dan en muchas especies que se habían reducido drásticamente”. Por eso, debemos investigar para evitarlos en lo posible.
Con información de Muy Interesante.