El sentimiento más extendido entre los mexicanos es la indignación, acompañado por la impotencia colectiva para modificar el rumbo catastrófico del país. La proliferación de la violencia conduce a la banalización del crimen que está siendo rebasada por los asesinatos a periodistas comprometidos con la verdad que son abatidos bajo la mirada pasiva o la complacencia del poder público. Hoy México está considerado uno de los tres países más peligrosos para la prensa, junto con Siria y Afganistán, sin que en nuestro caso se haya desatado el terrorismo irrefrenable o la guerra civil declarada.
No hay peor forma de corrupción que la mentira, asumida como método de supervivencia por la sociedad. Se celebra el 70 aniversario de la puesta en escena de “El Gesticulador” de Rodolfo Usigli. Obra maestra del siglo XX y búsqueda ontológica de la identidad del mexicano, como un ser de caretas, gestos y falsedades. Coincidente en el tiempo con el lúcido ensayo de Daniel Cosío Villegas “La crisis de México” que desenmascara la impostura de los cachorros de la Revolución. Simultánea también con la denuncia de Sartre en su obra “A puerta cerrada” sobre la ocupación de las mentes por la dictadura y su frase implacable: “Nunca fui más libre que cuando estuve en la cárcel”.
Usigli describe, sin intención satírica, el funcionamiento objetivo de las estructuras del poder, entretejidas por lazos de venalidad, conveniencias mutuas y arribismos congénitos. La negación del ciudadano que legitima la falsedad con su audible silencio. Concluye que la realidad ficticia, consentida mediante un pacto de simulación, engulle todo cuanto la rodea y constituye la raíz misma de la manipulación de las conciencias. Nos ofrece un vivo retrato del México actual.
Hoy ya no se discute si vivimos en un Estado fallido, del cual padecemos todos los síntomas y en donde el gobierno no sólo ha perdido el control sobre el territorio, sino sobre sus propios actos e inverosímiles declaraciones. El poder ya no reside en las estructuras políticas, ausentes y fugitivas, sino en una “red de intereses” nacionales y extranjeros que han vaciado de sentido el ejercicio mismo del sufragio. Los procesos electorales se han convertido en exhibiciones palmarias del abuso y del engaño y en la máscara servil de los poderes fácticos que extienden su dominio hasta las más recónditas entrañas de las relaciones económicas y sociales.
La desaparición de las fronteras entre la esfera pública y la ambición privada marcan una era patrimonialista sin precedente en nuestra historia. El enriquecimiento ilegitimo y la opulencia de gran parte de la clase gobernante son sabidos y consentidos mediante un tejido inacabable de complicidades. La preocupación mayor de nuestros supuestos mandatarios es heredar la fuente de sus prebendas a quienes les cubran las espaldas. A pesar de la penetración de las redes sociales y de las organizaciones independientes de investigación y denuncia, el circuito de la mentira permanece intacto y el conocimiento disperso de la realidad sólo exhibe su dominación sobre una sociedad que no ha encontrado el camino para un cambio político en profundidad.
Sara Sefchovich en su libro “País de mentiras” escribe: “el poder es un sistema autónomo, sostenido en su propio ejercicio”. “No queremos recordar; hay una cómoda desmemoria colectiva que permite vuelvan a suceder cosas que ya sucedieron”. Para cancelar esa circularidad de la vida pública sería menester abolir el país de los farsantes. Reemplazarlos drástica y pacíficamente para edificar sobre esos escombros una constitucionalidad verdadera, donde la normalidad cotidiana sea regida por la ley. Mientras esto no ocurra los portadores públicos de la verdad seguirán siendo eliminados, como lo hacia la Inquisición con todos aquellos que osaban desafiar el dogma impuesto.
Los asesinatos recientes de periodistas son una señal de alarma con repercusiones mundiales. Podrían anunciar un viraje hacia la claridad si acompañamos la protesta con la movilización social. Necesitamos un inmenso sacudimiento que no complique la violencia actual con violencia agregada y una solución política que no conduzca a un protectorado extranjero a un régimen militar. Nunca ha sido tan cierta la sentencia del Evangelio: “la verdad os hará libres”, así como su antítesis: la mentira nos vuelve esclavos.