Dejemos para luego la definición de lo que México padece en términos de violencia. No le llamamos guerra contra el narco, para empezar, porque todo mundo terminó harto del calderonismo y su guerra contra el narcotráfico, o contra el crimen organizado, da igual.
Así que no nos detengamos a discutir si lo que atestiguamos corresponde a una guerra de delincuentes contra el Estado, de delincuentes contra delincuentes, del Estado contra los delincuentes (no parece la tónica en el peñismo), de delincuentes en contra de civiles (¿guerra civil?), de civiles contra delincuentes (en su momento Michoacán, pero hoy traducido en un reguero de linchamientos), de civiles contra civiles, que en un clima de impunidad aprovechan y no pocas veces arreglan sus disputas mediante la violencia (por propia mano o contratando a delincuentes; en este rubro no sólo deben ser considerados los homicidios sino amenazas y extorsión como vía para imponerse unos a otros), en fin.
Reitero, ya luego nos ponemos de acuerdo sobre cómo nombrar a la violencia. Por hoy revisemos algunas características de los fenómenos violentos y de su contexto.
La semana pasada circularon imágenes de un ataque en contra de instalaciones policíacas en Coroneo, Guanajuato. El atentado fue llevado a cabo con armas de grueso calibre y a plena luz del día por un numeroso comando. Igual que ocurrió días antes, cuando varios policías y despachadores fueron asesinados en una gasolinera de Apaseo el Grande, también en Guanajuato.
Nos michoacanizamos, me dice una fuente guanajuatense. Hay una disputa en Guanajuato por el huachicol, a no dudar uno de los motivos de los choques entre delincuentes, pero hay más bien una lucha por el control de la plaza.
A fuerza de ver las cosas a nivel estatal, regional cuando mucho, quizá no hemos caído en cuenta de que la plaza se llama México, que la lucha es por todo el territorio y que lo visto en Guanajuato no es excepción sino regla.
En ese conflicto (guerra, guerra civil, revolución sin ideología, puramente mercenaria, etcétera), están dadas las condiciones para que la batalla continúe.
Porque tendríamos que revisar qué tanto del mercado de la armas (estadounidense y de otras partes) tiene hoy en nuestro país un cliente –formal (gobiernos) e informal– de lujo. Ayer Reforma publicó que en 2018 aumentará 17 por ciento el presupuesto a las Fuerzas Armadas.
A pesar de lo anterior, tenemos un Estado muy débil, con policías fallidas y juicios de trapo.
En ese mismo rubro hay que apuntar las complicidades que llega a comprar el dinero negro: en las campañas, luego de las elecciones (video del alcalde de Mazatepec, Morelos), en los juzgados, y en los penales.
Los rebeldes de este conflicto son (principalmente) las víctimas, única voz que de manera eventual amenaza el silencio que han logrado instalar en diversas regiones los delincuentes. Por eso las matan, porque con su valentía y persistencia hacen visible algo que a la luz resulta insoportable: el modelo de justicia produce delincuentes sin castigo. Callado el reclamo, a todos nos resulta menos costoso voltear a otro lado.
Por último algo sobre el contexto. La violencia ocurre en una sociedad más que resignada, cómplice de: rapacidad empresarial; modelo productivo sin efectiva seguridad social y generador de desigualdad; corrupción; gobiernos omisos ante delitos, fraudes y abusos…
Real o tácito, el único pacto que perdura desde el arranque del sexenio es el que hizo que medios de comunicación y políticos desdeñaran la urgencia de atender el baño de sangre. Aquí estamos cinco años después, sin definición de la violencia, con problemas agravados y sin ruta.
Twitter: @SalCamarena