“Bonita la plaza de armas, rodeada de puros jazmines, por donde pasa Lencho rechinando los botines…”. El verso es de Avelino Pirongano, el novio de Macuca, la hija de Don Regino Burron Nuestra Plaza de Armas, la de Hidalgo, es uno de los más venturosos centros de la pasarela de propios y extraños.
Su antiguo Kiosco, lindísimo, fue a parar al rancho de un desconocido político y agricultor. La de armas, como la conocíamos era el suspiro de las tardes noches en los fines de semana. Las serenatas en el kiosco, las rondas de las muchachas y los muchachos estudiantes, normalistas y preparatorianos y la belleza única de la Catedral del Refugio, a un costado la gasolinera y en la esquina del cruce de Hidalgo y Ocho, La Urraca, la cafetería más versátil y pintoresca de la ciudad. Vigilada por los hoteles Sierra Gorda y Los Monteros, la Farmacia Benavides, con Tarura al frente, con su tamborcillo de hojalata. A los costados por el Nueve, el Café Cantón, la central de autobuses Frontera y los cafetines aledaños, al centro, imponiendo su arquitectura de elefante, el Teatro Juárez con los murales Xavier Peña, encarcelados para la eternidad.
En la Catedral del Refugio, más o menos por 1958, “El Hombre Mosca” escaló la torre de catedral. Lo admiramos con el culo apretado y nuestras manos en las orejas pensando en que aquel hombrecillo de finos pies y garras de halcón, pudiera caerse. No fue así, el hombre llegó al campanario y saludó a los presentes y bajó como un héroe de los cielos.
La Plaza de Hidalgo convocaba a los niños y niñas, a las jóvenes y a las muchachas bonitas. Casi todos de la Secundaria Normal y Preparatoria del Estado que estudiaban en la antigua normal, en lo que hoy es Casa del Arte.
Un bullicio espectacular y una locura de las centenas de urracas que se pavoneaban en los enormes árboles y dejaban caer sus cagadas sobre los paseantes y novios.
Lugar de estar, de relajarse, de sentir el placer provinciano, la de Hidalgo fue una plaza que convocó a la reunión popular, a los presumidos y enamorados, a los viejos jubilados que solían sentarse en su banca preferida del 9 Hidalgo, en el vértice. Los maestros respetables de la Institución Normalista, los viejos que se divertían en mirar a la gente, y a sus antiguos pupilos.
La Plaza de Hidalgo ya no tiene esa alegría y salud que le dio respiración social a Victoria, el kiosco es una mala copia del auténtico que fue robado en su tiempo, tiempo de poder.
La Plaza de Armas, la de las fiestas religiosas, el espacio para saludar a los artistas que llegaban en giras, las famosas caravanas de artistas en el Cine Rex, el de pasillos de miados, y en el Teatro Juárez.
Por allí pasaba Lencho rechinando los botines.