Los vientos locos nos han arrancado los mangos y han dejado un tendido de manguillos verdosos azotados en el suelo. Días de viento y de soplaneras que arrastran los árboles de mi casa y las casas vecinas, la empedrada barda se ha cubierto de lianas y las trepadoras se alzan sobre el ramillete de mangos que afloran besando al viento.
La ciudad se empolva y de repente el sol se palma a ojos de fuego y suelta su peinado caliente sobre la alfombra de loza y los mangos, miles se arrojan en las banquetas y se aferran a los arcos. Son los mangos que vienen tupidos y se defienden del viento tórrido, que despeina a los árboles y lanza sus pedradas sobre los tiernos manguitos, desolados, amarillentos y verdeados por el sol que se asoma entre las hojas sobre la casa de la luna de la tarde, el sol ardiente que pellizca su cintura y le toca sus nalgas celestiales.
Los mangos vienen danzando con el aire loco mientras los mísperos, como les llamamos desde que éramos niños se chupan nuestros labios, los racimos de mismeros que viejos, son más sabrosos. Y las moras, las rojas moras y las azuladas desfilan en parvadas en lo alto y los pájaros chinchos, calandrias y los ”pijuyes” esos pájaros de pecho amarillo, arman su alharaca.
Son los días de abril, los primorosos días de abril que aventura al mes de mayo. Viene el calor rondando las banquetas y la placa estampada en La Alameda, el 17, reventará a los callos y la sudoración nos hará consumir más agua. La estampa de concreto ha sellado los vestigios de la antigua acequia frente a los Helados Sultana. Días de abril, la poética del mes en que las hojas se han recolectado solas, y marzo ha dejado el verde de los pájaros, y los frutos, los tercos frutos que se defienden del viento.