La tendencia electoral del candidato presidencial populista mexicano Andrés Manuel López Obrador en el primer sitio de las encuestas está sorprendiendo a los politólogos y sociólogos. La base electoral populista mexicana estaba situada en alrededor del 25% del electorado; hoy alcanza una tendencia bruta –con un 20% de indecisos– de 30%-35%.
Si se suman las tendencias electorales del PRI y de la alianza PAN-PRD (centro-derecha y centro-progresista), ambas opositoras a López Obrador, su votación alcanzaría –siempre según las encuestas– 45%. Y si se agregan votos de indecisos que nunca votarían por el populismo, entonces el saldo final sería una mayoría arriba del 50% con filiación no populista o contra el populismo.
Sin embargo, por la fragmentación del voto, López Obrador podría llegar a la presidencia de México con una votación efectiva de 30% y un porcentaje similar en legisladores en las dos cámaras del Congreso. Existe la posibilidad de que la oposición PAN-PRD-PRI construya un bloque mayoritario en el Congreso para contener el avance populista legislativo.
En el pasado, el PRI bastaba para garantizar la mayoría absoluta y la mayoría relativa: de 1988 al 2018, los presidentes han ganado las elecciones con menos del 50% de los votos. Felipe Calderón (PAN, centro-derecha) le ganó la presidencia a López Obrador con el 36.89% de los votos, apenas medio punto porcentual arriba del entonces perredista.
Enrique Peña Nieto recuperó la presidencia para el PRI con el 38% de los votos, 32% del PRI y 6% de su aliado Partido Verde Ecologista.
Los datos anteriores enriquecen el análisis del espacio electoral de López Obrador como candidato populista de su partido Morena. Con un tercio de los votos podría llegar al poder presidencial y gobernar con los poderes todavía excepcionales de la institución presidencial mexicana, aunque con una cada vez mayor Estado con estructuras autónomas del poder ejecutivo. Por tanto, el modelo populista venezolano sería imposible en México, pues Chávez y Maduro habían acreditado victorias electorales superiores a 55% y tuvieron la mayoría absoluta en el congreso y el control del poder judicial.
En el pasado histórico, el PRI lograba una propuesta mixta de gobierno: políticas económicas neoliberales con programas sociales de beneficio a los pobres. El PRD fue un
desprendimiento en 1988 del PRI: Cuauhtémoc Cárdenas se salió del PRI y fundó el PRD para reconstruir el modelo populista de su padre, el general Lázaro Cárdenas que gobernó de 1934 a 1940. López Obrador fue un caudillo que estuvo en el PRD hasta el 2011 y se salió del partido llevándose consigo el proyecto populista neocardenista.
En el fondo, la política populista de López Obrador es la que tuvo el PRI de 1929 a 1992; en 1992, el presidente Salinas de Gortari decidió borrar del PRI el concepto histórico de Revolución Mexicana y tratar de introducir una nueva propuesta llamada “liberalismo social”; pero con el concepto de Revolución Mexicana se fue la idea de bienestar social que el PRI siempre enarbolaba como mecanismo de equilibrio político. Salinas impuso el neoliberalismo de mercado capitalista salvaje y la mitad de los mexicanos cayeron en situaciones de pobreza.
Sin un PRI que se preocupara por los más pobres –ni siquiera en el discurso–, López Obrador capitalizó el descontento con su verbo de atención prioritaria a los marginados. Los programas sociales de López Obrador cuando gobernó la capital de México (2000-2005) fueron los mismos del viejo PRI y agregó unos nuevos de dinero regalado a sectores potencialmente electorales. En estos años, el PRI y el PRD se aliaron para impulsar reformas productivas de modernización que no tuvieron efectos sociales.
El populismo de López Obrador se mueve en tres pistas: la de los programas sociales que antes tenía el PRI, la del discurso contra la corrupción priísta que llegó a niveles de escándalos internacionales y la tranquilidad de que no sería un populismo chavista sino esencialmente priísta. A ello le ha agregado un nuevo ingrediente elitista: candidaturas a militantes de otros partidos –PRI, PAN, PRD y ciudadanos– en el seno de Morena como un partido Babel, muy parecido al partido-escoba de Otto Kirchheimer.
En este contexto se puede decir que la posible victoria de López Obrador en las elecciones del primero de julio sí tiene que ver con su propuesta populista, pero que ese populismo no es ajeno a México porque ha sido el mismo que ha aplicado el PRI de 1929 al 2000, el PAN del 2000 al 2006 y el PRI de nuevo del 2012 al 2018. Se trata de un populismo a la mexicana, con líneas generales que vienen del populismo latinoamericano en Brasil, Argentina, Bolivia, Nicaragua, Perú y Venezuela, entre otros.
En todo caso, López Obrador ha sabido aprovechar con astucia política tres circunstancias:
1.- La fragmentación del voto que le permitirá ganar con un tercio electoral.
2.- El perfil priísta de su populismo, disminuyendo la acusación de copiar a Venezuela.
3.- El aprovechamiento del estado de ánimo de repudio a la corrupción escandalosa del PRI y la existencia de una mitad de los mexicanos en condiciones de pobreza que reciben con alegría dinero regalado del gobierno.
Los electores de López Obrador y sus nuevos aliados salidos del PRI, el PAN y el PRD no quieren entender que el modelo económico de su caudillo conduce inevitablemente a la crisis, como la que ya padeció México en 1940, 1976 y 1982-1997. Los tecnócratas llegaron al poder en 1982 con el grito de “no queremos promesas, queremos realidades”; más de treinta y cinco años después, con la pobreza a cuestas, esos mexicanos gritan que “ya no queremos realidades, queremos promesas”.
Y eso es lo que vende el populismo de López Obrador: promesas de bienestar que, a la larga, se pagan con crisis económicas y sociales.
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@carlosramirezh