Debajo de la propuesta de amor y paz de Andrés Manuel López Obrador, con la cual ha ido administrando inteligentemente su ventaja en las preferencias electorales, se encuentra Andrés Manuel López Obrador. Es la otra cara del luchador social que auténticamente sueña con un país donde haya menos desigualdad, que la riqueza se reparta mejor y que haya un futuro mejor para los mexicanos. Es el rostro del político hábil y evasivo, que antepone su posición moral ante cualquier cuestionamiento, con lo cual ha sorteado sin mayor dificultad, ante la falta de memoria colectiva, la opacidad y falta de transparencia, que son herramientas indispensables para la rendición de cuentas en una sociedad organizada democráticamente, que lo han acompañado a lo largo de su vida pública. Sorpresivamente, Ricardo Anaya y José Antonio Meade, agudizaron sus contradicciones con dos revelaciones durante el último debate presidencial.
Meade era cuestionado por Anaya por su presunta omisión en el caso de un contrato de una planta petroquímica entregado a la empresa brasileña Braskem, filial de Odebrecht, que corrompió a funcionarios en 11 países, y a su socia estratégica mexicana Idesa, cuando respondió que la pregunta tendría que ser para López Obrador, porque Javier Jiménez Espriú, a quien piensa nombrar secretario de Comunicaciones y Transportes de llegar a la Presidencia, tenía vinculaciones con esa compañía. López Obrador no lo defendió y dejó que él mismo se encargara de ello. El jueves, en una entrevista de radio, respondió indirectamente a este espacio donde se señaló que eso implicaría un conflicto de interés, que eso era falso.
Técnicamente tiene razón, por la sencilla razón que no es funcionario público, por lo que sin importar si sabía o no de las corruptelas de Braskem como miembro del Consejo de Administración de Idesa –y tener acceso al proceso de licitación de la petroquímica y los detalles de sus negociaciones con Pemex-, sus decisiones no tuvieron incidencia real sobre la sociedad. Pero políticamente se encuentra en el terreno del conflicto de interés, porque al estar reuniéndose en nombre de López Obrador con transportistas o autoridades portuarias, por citar dos áreas donde Idesa cruza transversalmente sus negocios, al mantener su silla en al Consejo de Administración de la empresa familiar, abre la puerta a la percepción que sus acciones y decisiones sean motivadas por intereses ulteriores. Los conflictos de interés rara vez incurren en ilegalidades, pero están permeados por la ilegitimidad.
Si Jiménez Espriú llegara a ser secretario de Comunicaciones y Transportes sin renunciar a Idesa y vender, si tiene, sus acciones en la empresa, el conflicto de interés en el que incurriría sería análogo al que cometió el presidente Enrique Peña Nieto con su casa blanca. Peña Nieto nunca comprendió que aquellos era un conflicto de interés, que detonó la espiral de desaprobación a su gestión que galvanizó la ira en su contra. López Obrador, a quien le importa muy poco el tema de la ética en el servicio público, ha guardado silencio. No así en otro tema similar, planteado por Anaya, con el constructor José María Rioboó, su asesor en temas de infraestructura, a quien cuando fue jefe de gobierno de la Ciudad de México le dio obra pública mediante adjudicaciones directas.
López Obrador dijo que no había habido nada irregular en las adjudicaciones y que fueron auditadas. En efecto, su gobierno las entregó y su gobierno las auditó. La entonces secretaria del Medio Ambiente, Claudia Sheinbaun, garantizó la pulcritud del proceso pero, igualmente, ordenó que el proceso de adjudicación de la obra se reservara por 25 años. Es decir, nadie podía revisar lo que se había hecho en una obra pública que, por definición, debería de ser lo más transparente posible porque precisamente en ese sector es donde las posibilidades de corrupción se potencian.
En la defensa de su amigo Rioboó, López Obrador trazó una comparación interesante. Recordó que el nuevo hangar presidencial también se dio mediante una adjudicación directa a un amigo de Peña Nieto, el empresario Juan Armando Hinojosa. Esa obra fue por alrededor de 210 millones de pesos, cuyo costo fue revisado por la Auditoría Superior de la Federación. Es decir, el gobierno no escondió el valor de esa obra -cuyos detalles fueron libremente cuestionados por los medios de comunicación-, contra la construcción del segundo piso señalada por Anaya, que costó 187 millones de pesos, pero manejada con un criterio de seguridad nacional. Lo mismo hizo Sheinbaum, como delegada en Tlalpan, de los
permisos de ampliación del colegio “Enrique Rebsamen”, que se colapsó por los sismos del año pasado.
Como en el caso de Jiménez Espriú, el de Rioboó tampoco significa que haya ilegalidades, pero refleja un patrón de comportamiento político de discrecionalidad y doble rasero. La exigencia de ética política y honestidad en los demás; opacidad sin controles externos en casa. Esta doble cara atenta contra la consolidación de un sistema de rendición de cuentas y equilibrios, que han venido trabajando por años personas y organizaciones de la sociedad civil, algunas, por cierto, que trabajan con López Obrador y Sheinbaum.
Un sistema de pesos y contrapesos no está en el ánimo de López Obrador, como lo reveló en una entrevista de radio ayer Jiménez Espriú, quien dijo que le comentó que no se preocupara, que “ya no saben qué inventar para atacarlo”. No acepta que en un sistema democrático, la transparencia ayuda a evitar abusos del poder y reduce la impunidad. Si llega López Obrador a la Presidencia, dados sus antecedentes, habrá que estar atentos para que no frene la consolidación de la democracia en México.
Nota: En la columna anterior, se mencionó que José Antonio Meade era secretario de Hacienda en 2011. En efecto, pero cuando presidió el Consejo de Administración de Pemex era secretario de Energía, cargo que ostentó del 7 de enero al 9 de noviembre de ese año.