Las críticas enderezadas a denigrar el traslado de la mayoría de las secretarías de Estado a distintas ciudades de la República, así como el proyecto del Presidente electo para establecer una presidencia itinerante con el propósito de “evaluar de primera mano los avances y exigencias de la ciudadanía”, carecen de reflexión histórica y visión de futuro. México ha estado determinado desde los aztecas por una impulsión de control político y económico que erigió una fortaleza a 2,400 metros de altura, de la que salían todas las órdenes y a la que llegaban todos los informes. A pesar de que adoptamos en 1824 un sistema federalista para evitar el desmembramiento de la República, este funcionó a penas como una forma de gobierno pero no promovió la expansión demográfica y la dispersión de la actividad económica y cultural hacia las diversas regiones del país.
Durante los primeros años de nuestra vida independiente fuimos un nación invertebrada, en la que “un sólo hombre” incursionaba por todas las ciudades para mantener el poder (Antonio López de Santa Anna). A consecuencia del Plan de Ayutla, las luchas de Reforma y la Intervención Francesa, la dirigencia liberal hubo de movilizarse por todo el país.
Se dijo que la República viajaba en las ruedas de la carroza de Juárez”. El propio Don Benito pensó que la capital debiera asentarse en San Luis Potosí a fin de proveer el crecimiento hacia el norte, expuesto y despoblado. La postrevolución trajo consigo la influencia nacional de distintos “paisanajes” estatales -particularmente los sonorenses- pero no el traslado del poder hacia la periferia. Octavio Paz habló precisamente del “mandato itinerante del General Cárdenas, sus excursiones de acercamiento al pueblo; casi todo lo dispuso en el tren Olivo o mientras recorría a caballo miles de lugares y lugarejos de la República”.
A raíz de la fundación de nuevas capitales como Brasilia, Camberra e Islamabad, se alimentó la idea de que podía ser una clave para movimientos demográficos y civilizatorios.
En los últimos años sesenta por una iniciativa de la Fundación Emilio Rosenblueth y más tarde de los Estudios de la Reforma administrativa que coordiné, planteamos formalmente el cambio de capital –en la que nadie nos acompañó-. Sin embargo, se desarrollaron centros importantes de educación y salud y se establecieron institutos federales de investigación en todo el país. El INEGI se asentó en Aguascalientes con el mayor éxito y nadie argumentó que se estuviesen trasladando burocracias y familias, sino que se estaban creando empleos locales. Lo mismo debió haber ocurrido con el INE y otros órganos autónomos.
Frente al anuncio del nuevo gobierno sucede el rasgamiento de vestiduras. Se finge ignorar que el proyecto consiste en reubicar -en una primera fase- a los mandos superiores de las secretarías, lo que no implicaría éxodos poblacionales. Podría procederse simultáneamente a descentralizar mandos medios a las diferentes entidades para abonar a un federalismo real. El argumento en el sentido de que este propósito es contrario al artículo 44 de la Constitución que ubica la sede de los Poderes Federales en la Ciudad de México resulta falaz, ya que este se respetaría a la letra y sólo las entidades operativas se trasladarían al interior del país. Sería absurdo por ejemplo que esta posición se esgrimiera en los Estados Unidos, ya que en Washington sólo funcionan las matrices de las oficinas federales cuyo desarrollo institucional se dispersa por toda la Unión; igual que los bancos, las compañías aeronáuticas o de seguros.
La descentralización es la promesa de la igualdad y de la modernidad en la era digital. Los argumentos que se le oponen son absolutamente arcaicos. Se pueden impartir instrucciones legítimas desde cualquier parte del mundo, como de hecho ha ocurrido durante los últimos decenios. El resultado es óptimo si se envían desde lo profundo del tejido social, en contacto continuo con los habitantes y sus necesidades. Ese es el proyecto.