Los mexicanos no votaron el primero de julio para que Andrés Manuel López Obrador viviera en su casa en lugar de Los Pinos, ni porque iba a vender el avión presidencial y reducir salarios al 50%. Menos aún para mantener al Estado Mayor Presidencial cerca de él o tener en su gabinete a los mejores y los más brillantes. Eso es lo de menos. Votaron por él, como dice un agudo observador de la realidad mexicana, por el cambio, entendido como la lucha contra la corrupción, la impunidad y por un ajuste de cuentas con el presidente Enrique Peña Nieto, con su gobierno, y contra todo aquello que represente al sistema político actual.
A nadie debe olvidársele, para entender la realidad que tendrá frente a sí López Obrador, incluido él mismo, que eso es lo que quieren millones de mexicanos, sus fieles seguidores y muchos que vieron en él la única posibilidad de que acabe con lo vigente, y desaparezca todo que lo políticamente escatológico. Ricardo Anaya, el candidato del Frente por México, diagnosticó que eso era lo que querían los electores y se movió al hábitat natural de López Obrador, el mundo antisistémico, pero la fractura en el PAN y la realidad de ese partido como comparsa del PRI desde 1988, hicieron inviable su apuesta. Pero la lectura de Anaya era la correcta.
Desde hace tres años, cuando las encuestas preguntaban por quién votarían en la elección presidencial, aún sin candidatos claros en el horizonte, los mexicanos respondían de manera invariable que por aquél que votara en contra de Peña Nieto. El presidente, sin estar en la boleta de julio pasado, era como un símbolo de la corrupción, como fue percibido su gobierno con razones más objetivas que subjetivas.
El PRI de Peña Nieto no fue el PRI de sus antepasados, que regaba los beneficios del poder y concretaba el relevo de sus generaciones con nuevos actores a nivel nacional. El PRI de Peña Nieto hizo el relevo dentro de sus propios clanes, con cuadros mexiquenses e hidalguense, y con sus empresarios de cabecera, profundamente imbricados con esas familias políticas, que empujaron la exclusión al resto de los actores en el país.
En un análisis del votante a través de las encuestas de salida realizado por Consulta Mitofsky, López Obrador logró el mayor apoyo entre los electores que ven la corrupción como el principal problema del país. No es fortuito, al observar este patrón, que el abrumador respaldo al tabasqueño en las urnas, estuviera correlacionado con la desaprobación de Peña Nieto, que con 22% del respaldo a su gestión –dos de cada 10 mexicanos-, se convirtió en el presidente que menor respaldo entre votantes obtuvo—sólo como comparación, en la elección de Felipe Calderón, el presidente Vicente Fox tenía 63% de aprobación –tres veces más que el mexiquense-.
La cascada de votos a favor de López Obrador se dio en todo el espectro demográfico, entre los jóvenes que votaron por segunda vez en tres años o fueron primerizos, y entre los de mayor ingreso, que anteriormente lo habían hecho por el PAN. Este perfil del votante, junto con otro factor rupturista con el pasado, donde una cuarta parte de los electores decidieron su voto en la semana previa a la jornada electoral –en 2012 lo hizo el 14%, dos puntos arriba de quienes se encontraron en esa misma situación en 2006-, sugiere que la corrupción jugó un papel preponderante en el electorado. Uno de los estrategas de López Obrador en las redes sociales, decía semanas antes de la elección que sus adversarios nunca entendieron que el proceso se trataba únicamente del cambio, y que al no ofrecer nadie esa alternativa, negada por definición para el candidato oficialista y por el pasado colaboracionista de la alianza del PAN y el PRD, la victoria estaba garantizada para el hoy presidente electo.
Ese fenómeno se convirtió en el mandato del cambio. El masivo rechazo a Peña Nieto a través del castigo al candidato oficialista y al PRI, que quedó disminuido y rumbo a su desaparición como el partido que hasta hace unas semanas conocimos, no puede ser soslayado por López Obrador. Perdón, no olvido, es su frase para argumentar a favor a una amnistía a quienes participan del negocio del narcotráfico, pero que se convierte en una amnistía para Peña Nieto, su gabinete, sus cercanos y sus empresarios, cuando el presidente electo dice con su retórica de amor y paz, que no va a perseguir a nadie.
El salvoconducto ciego se puede convertir en un pesado lastre para el futuro presidencial de López Obrador. El electorado que lo votó le ha dado un periodo de gracia sin reclamarle de manera abierta y sonora, que perdonar no es por lo que lo ungieron.
El presidente electo no va a traicionarlos, ni tampoco a echar por la borda casi dos décadas de estar repitiendo que la corrupción es el mal endémico de la nación, al ser el motor de lo que ha simplificado como “la mafia del poder”. Afirmarlo de esa manera es sólo entender lo que ha sido y es López Obrador, un político con enorme olfato y sensibilidad ante lo que le pide la gente.
Sangre es lo que le demandan y por lo cual le dieron el 53% de la votación, la más alta en la historia del México democrático. Sangre tendrá que darles porque de otra manera, las culpas de los otros las cargará él, y del justiciero popular se convertirá en cómplice. ¿Será posible evitarlo? Frente al reclamo nacional, hacerlo parece imposible.
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