El odio no tiene ideología. Lacera, divide, enfrenta, polariza y finalmente rompe. Hubo un momento en que quien esto escribe apuntó: “El discurso del odio, se ha vuelto tan recurrente en nuestra vida cotidiana y es parte tan natural del paisaje nacional, que no nos detenemos a pensar hacia dónde vamos. Es abusivo, insultante, intimidador y hostiga. Discursos de odio siempre han puesto su marca sobre las sociedades, y suelen subir de intensidad cuando van acompañados por tensiones políticas o asuntos públicos que de sí polarizan. En México, el discurso de odio se desató con la combinación de dos disparadores que coincidieron en tiempo y espacio”. Fue la lucha política cuando el entonces presidente Vicente Fox se empeñó en meter a la cárcel al entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador.
“Esa lucha se inscribía en los prolegómenos de la sucesión presidencial –se precisó entonces-, que se tradujo en una polarización social y política donde inclusive muchos mexicanos que no compartían las ideas de López Obrador, se sumaron a sus legiones de defensores ante lo que veían como un abuso de poder. Al hecho político se le sumó en ese momento el despegue de la comunicación horizontal entre los ciudadanos y los medios de comunicación, donde se empezó a desmantelar la estructura vertical y filtrada que durante generaciones caracterizó a la prensa, que ser vio forzada a dejar de hablar sólo con los gobernantes y empezar a dialogar con los gobernados.
“La polarización que mostraron los medios en la lucha política se trasladó a la sociedad. Desde entonces desaparecieron los grises y todo se enmarcó en el blanco y el negro. No había adversarios sino enemigos; quien no era incondicional era un rival. La belicosidad con la que trataban los periodistas a los actores políticos tuvo un reflejo en la belicosidad con la que grupos sociales trataban a los periodistas. Varios políticos contrataron servicios de call centers para que tan pronto como saliera un comentario negativo de su patrón, se saturara con spam e insultos el correo electrónico o los comentarios en donde aparecía su opinión. Lo notable no era sólo la partición de la sociedad, sino los grados de violencia que alcanzaba una discusión que muy pocas veces fue racional y muchas, en cambio, apasionada y beligerante. Junto con ello llegaron amenazas de muerte a periodistas. La polarización ya no desapareció”.
Este fragmento forma parte de “Se nos metió el odio”, publicado el 13 de enero de 2010, hace ocho años y medio. Podría haber sido escrito hoy o mañana, porque nada ha cambiado. Peor aún, se agudizó. Durante un largo tiempo se adjudicó la radicalización al discurso pendenciero de Andrés Manuel López Obrador, desde los 90’s, cuando perdió la gubernatura de Tabasco y comenzó la carrera que lo convirtió en jefe de la izquierda social. Durante los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón, se vio que el discurso de odio cruzaba las líneas partidistas. En el de Enrique Peña Nieto, se sumó la retórica del rencor.
Por muchos años la responsabilidad primaria del discurso de odio se inventarió a la frustración de López Obrador por no ganar la Presidencia. Hace mes y medio la ganó, pero el odio continuó. El primero de agosto, Salvador Camarena escribió una columna en El Financiero, donde reflexionó: “Son tiempos raros. Los que ganaron en la elección de hace un mes, varios de ellos, demasiados de ellos, muestran un día sí y otro también señales de enojo. Los que perdieron, muchos de ellos, la mayoría de ellos, apenas si chapurrean inverosímiles pretextos, o irrelevantes promesas, vengadores de huecas soflamas que no atinan a ver que la realidad los rebasó, y que si algo toca es reagruparse, pensar, entender”.
El odio cruza por el mundo virtual que cada vez camina con mayor facilidad al real. Las olas golpean a todos. Una persona relevante por el papel público que va a jugar, incluso contra su voluntad expresa, Beatriz Gutiérrez Müller, esposa del presidente electo López Obrador, fue agredida en Twitter. “Qué mundo tan agresivo el de #Twitter”, describió en la red. “Por eso no escribo por aquí tan a menudo como yo querría. El lenguaje cargado de ira y la agresividad, no me gustan”. A nadie en sano juicio, se podría añadir.
La señora Gutiérrez Müller, y quienes han hecho lo mismo en otros momentos, fue nuevamente flagelada por quien piensa distinto a ella o contra López Obrador, atacándola únicamente por proximidad. “Sólo quiero recordarles que no soy López Obrador y no detento ningún cargo público ni represento a persona pública alguna”, agregó poco después. Habló al vacío. La saña contra ella, o contra lo que piense alguien, opine o comente, rebasó hace tiempo el espacio de la libertad de expresión. Los sicarios virtuales son cobardes e infames y se respaldan en patrones que comandan legiones de bots.
Un informe del Consejo de Europa sobre el discurso de odio en los Balcanes publicado en junio del año pasado, señalaba que no puede existir la democracia sin libertad de expresión, ni progreso social sin confrontación de opiniones y argumentaciones diferentes. Cuando se detiene la libertad de expresión, también para la democracia. Sin embargo, acotaba: “El libre pensamiento y la libertad de expresión sólo son posibles bajo ciertas condiciones, como la seguridad, la estabilidad social y la tolerancia. En ausencia de esas condiciones, la sociedad difícilmente puede vivir en una atmósfera de discusiones violentas y desacuerdos, así como también cancela la posibilidad de evitar las consecuencias a las que puedan conducir ese tipo de discusiones”. Nosotros, ya estamos ahí.
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