La extraña transición que estamos viviendo se ha convertido en una novela por entregas, en la que —semana a semana— cada nuevo capítulo viene cargado de emociones y sorpresas. Los personajes olvidados reaparecen, los antiguos villanos son redimidos, los secundarios luchan por adquirir relevancia mientras gravitan alrededor del protagonista. Los correligionarios se pelean en el Congreso, quienes fueran aliados se traicionan en el Senado, los estudiantes son agredidos por grupos que responden a intereses desconocidos.
Una novela, por completo, diferente a la que terminó de escribirse el 1 de julio: mientras que una narra la epopeya del hombre que consiguió —tras 18 años de mantener una visión inquebrantable— el triunfo más abrumador de la historia nacional, la que comenzó el 2 de julio es muy distinta. La historia de la transición es la de un hombre que sabe que cuenta con el apoyo popular, y que cuenta con el tiempo suficiente para que las decisiones impopulares que tome en este periodo se diluyan y no afecten a su gobierno: lo que hubiera sido un escándalo, como el nombramiento del titular de la CFE o la renuncia de su coordinadora de campaña a formar parte de su gobierno, hoy está asumido sin que sea necesario pagar un costo político en los primeros días de su mandato.
La historia de la transición es la de un hombre que a su llegada quiere ejercer el poder y elimina, desde ahora, las barreras que podrían impedírselo. Una por una: los gobernadores controlados por los delegados estatales, sus antiguos rivales; los sindicatos por medio de sus liderazgos históricos, recién reivindicados; los empresarios por la política de austeridad, los jóvenes y ancianos con sus becas, la burocracia actual con el recorte salarial y la descentralización que habrá de desmantelarla. Los conservadores con sus políticas públicas, los progresistas con espejitos, la oposición con los gritos ensordecedores desde la tribuna. La prensa con el recorte al gasto en publicidad oficial, el Senado con una doble votación en la que muestra músculo: en una extraña casualidad, incluso, el control de la UNAM si las protestas escalaran hasta lograr la defenestración del rector. Poder absoluto, sin costo político: una de las caras de la larguísima Transición de Terciopelo.
Una de las caras, tan sólo. La historia de la transición es, también, la de un Presidente que termina su mandato entre claroscuros y cuestionamientos, pero cuya gestión ha sido reconocida, para sorpresa de propios y extraños, por quien habrá de sucederlo: “hay problemas, es público, es notorio, pero también se ha logrado que la transición se esté dando en armonía, con estabilidad, no hay crisis política. No tenemos una crisis financiera, no nos está pasando lo que está sucediendo en Argentina”.
La historia de la transición ha sido, además, la de los desengaños: en este caso, no tanto para la ciudadanía como para el propio vencedor en la contienda. Es positivo, sin duda, que quien habrá de ejercer el gobierno ajuste sus propuestas de campaña a la realidad: no lo es, en absoluto, cuando se ve obligado a realizarlo con respecto a temas torales, que han estado durante años en la palestra pública y a cuyo debate no quiso sumarse, en su momento, por creer y defender, durante 18 años, que sus propias soluciones eran las únicas válidas. Ahora se da cuenta, nos damos cuenta, de que no era así.
La historia de la transición no es la de un aprendizaje o una sabia rectificación, sino la del replanteamiento de un gobierno que aún no inicia y ya se ha visto obligado a reconocer la evidencia de lo equivocado de su diagnóstico para lo que habría de seguir después de la campaña y en los próximos años: la realidad demuestra que no es lo mismo vociferar que tratar de formar consensos, que no es lo mismo mantener una narrativa como opositor que como mandatario, que no es lo mismo hacer política que proponer gobierno. Aunque se tenga el poder absoluto.