¿Alguna vez a has recurrido a un hijo, a un sobrino o a un hermano menor para develar el misterio de una aplicación, intervenir una foto o costumizar (palabra implacable para todo mayor de 30 años) tu teléfono celular? ¿Te ha rescatado de la jerga incomprensible del nuevo manual de televisión un joven que ni siquiera tiene que abrir las páginas para hacer funcionar el aparato?
Se dice que la juventud es el futuro, pero cada vez estoy más convencido de que es el presente y que los adultos simplemente gestionamos los problemas sin solución en los que hemos metido al mundo, en espera de que lleguen las siguientes generaciones y se les ocurra una nueva forma de salvarlo.
Durante milenios los hijos aprendieron de sus padres los misterios del universo. El labrador, el artesano, el príncipe o el monje lograban dominar su oficio gracias a la enseñanza de quienes les habían precedido. El saber acumulado se transmitía de una generación a otra con una implacable jerarquía cronológica. Aprendices, estudiantes e hijos reemplazaban o superaban a sus padres y maestros solo cuando habían asimilado la pericia y la habilidad de sus tutores.
Pero eso cambió con la era digital. Facebook, Uber, WhatsApp, Amazon, Airbnb, Instagram, Netflix y un largo etcétera es la nueva dimensión en la que transcurre nuestra vida. Pero los verdaderos y auténticos ciudadanos de ese país son los menores de treinta años. Los adultos mayores intentamos convertirnos en habitantes nacionalizados de esa realidad intangible que es “la nube”, pero como muchos migrantes, nacidos en otras tierras, nunca perdemos el acento extranjero y la sensación de otredad. Como el alemán o el sueco que pese a 15 años de residencia entre nosotros muestra su extranjería inevitablemente al pretender utilizar, sin éxito, un albur como si fuera un nativo.
Los mayores de 40 años navegamos por las nuevas tecnologías digitales con la sensación de artificio de quien está traduciendo lo digital a los parámetros analógicos en los que creció. Carecemos de esa simbiosis con el lenguaje cibernético que tiene un chico que nació y balbuceó manipulando la pantalla de un celular o los contenidos de una Ipad.
En suma, los sociólogos advierten que por vez primera en la historia de la humanidad son los jóvenes quienes dominan las tecnologías decisivas para gestionar y transformar el mundo. Un mundo, por lo demás, donde la tecnología tiene un papel creciente y definitivo.
La reflexión anterior adquirió vida propia este fin de semana, al menos para mí, cuando los organizadores de la Feria de Libro de Oaxaca me invitaron a dar una charla a los alumnos de un colegio de bachilleres a orillas de la capital del estado (Plantel 44 en San Antonio de la Cal). Una conversación con cerca de 400 jóvenes de la cual, no tengo duda, aprendí más que ellos y no estoy recurriendo a una fórmula hueca. Chicos de 16 a 19 años, muchos de los cuales quizá nunca han salido de su entidad pero son capaces de navegar por la globosfera con una velocidad y precisión que escapa a mi comprensión. Yo mencionaba un fenómeno, un dato o un autor y antes de terminar la idea ellos ya habían googleado y observado imágenes. En la larga sesión de preguntas y observaciones mostraron su preocupación por los problemas de México, pero lo hicieron desde un sitio distinto al que me han llevado mis lecturas o mi experiencia; sin optimismos ingenuos pero tampoco con angustias desesperadas; puntos de vista frescos, originales y, en algunos momentos, esperanzadores.
Desde luego externaron su preocupación sobre la desigualdad, la corrupción y la inseguridad que les estamos dejando; pero lo hacían desde la certeza que ofrece tener 50 años de vida por delante y saberse depositarios de la magia de ese poderoso universo digital del que carecen sus mayores.
Guillermo Quijas, organizador del evento y corazón de la FILO y la editorial Almadía, me comentó que en un plantel similar y para protestar contra un maestro acosador de alumnas, los chicos decidieron venir disfrazados de chicas y ellas de varones; tomaron fotos, las subieron a las redes y provocaron el impacto que buscaban: el maestro fue despedido de manera fulminante. No fue necesario escandalizar ni exhibir a las víctimas o desgarrarse las vestiduras. Simplemente utilizaron con ingenio las herramientas a su alcance.
Dedicarse a reseñar los excesos del poder y las infamias de la vida pública durante tres décadas propicia inevitablemente desaliento y pesimismo. Podría rescatar de mi archivo una columna de hace veinte años sobre las corruptelas de un gobernador, actualizar los nombres y publicarla con plena vigencia esta misma semana. Sensaciones de hartazgo y desesperanza. Sin embargo, no esperaba lo que sucedió en Oaxaca con estos jóvenes; la percepción de algo potente y esperanzador en los pliegues profundos del alma de los que vienen, incluso aquellos que menos tienen o quizá por ello.
@jorgezepedap