El jefe Armenta, ordenó que nos concentráramos en Miguel Alemán, Tamaulipas. Sus mandatos, eran cortos, precisos. Sin mucho rollo. A lo que iba, iba. Cuando dijo “jálate pá Miguel Alemán”, ya sabía de lo que se trataba. Ropa negra, AK47 limpecitas, aceitaditas, cargadores llenos, radios con pila completa y dos ambulancias detrás del
convoy, cada una con tres enfermeros un doctor y un galón de sangre “pá lo que se necesite”.
El señor Armenta era harto previsor.
Íbamos a sacar de la ciudad a un grupo que había roto con nuestra corporación. No eran más de 50 cabrones, pero en un pueblo tan chico son suficientes para controlarlo.
Habíamos avisado a la población. Entraríamos al mediodía, de un sábado para evitar que los niños de escuela corrieran riesgos. Como quiera las señoras, estarían con el
susirio, pero al menos compartirían el miedo con sus hijos.
Calorón perro en el pueblo.
No aguantaron más que quince minutos de plomazos los culeros.
Salieron huyendo rumbo a Nuevo Laredo. El Pocho, quien los había animado a independizarse, fue el primero que salió corriendo con sus escoltas en su camioneta BMW blindada. No dejamos ni uno con vida. Los prisioneros y los heridos, fueron ejecutados y tirados en un monte cerquitas de ciudad Mier.
-Necesito que limpie la ciudad, mi Capitán-dijo Armenta al Jefe de Bomberos.
Todo el sábado y parte del domingo, los tragahumo lavaron las calles del centro de la ciudad. Las urracas y los perros, que habitualmente rondaban la plaza frente a la Presidencia municipal, reaparecieron hasta el domingo por la tarde. Cómo no: disparamos más de 15 mil tiros.
Y no menos de 30 granadas.
Y varios bazucazos que no pudieron alcanzar en la huida al Pocho.
Cuando estaba limpia la ciudad y sus calles, llegó el patrón Armenta. Camioneta negra Ford Lobo cuatro puertas, vidrios oscuros, él manejando. A cinco metros detrás de su vehículo, otra Ford Lobo con una ametralladora calibre 50 montada en su caja.
Me dijo:
-¡Buen jale Tizón!..
-Patrón, el pinche Pocho dejó los puros rallones. Dejó empaletada a su gente y se fue pá Laredo, Texas. Los muchachos tán en el lienzo charro. Van a comer. Me dicen que por las carreras, los traidores dejaron 50 caballos. Aseguran que tán preciosos los animales.
-¿Será?..-dijo Armenta con el escepticismo que le caracterizaba.
El capo, sacó un cigarrillo Benson y lo encendió mientras su mirada recorría la plaza. Inhaló hondo. Dejó escapar el humo con un placer triunfal, íntimo. Muy pocas veces
sonreía. Sus casi 15 años en el Ejército mexicano, lo habían insensibilizado tanto, que habían acabado con su piedad y su muy oculto lado humano.
Se acomodó los lentes Ray Ban metálicos y lanzó con los dedos anular y pulgar la colilla del cigarrillo sobre el espejo de agua con sangre que corría por la calle. La bachicha, se montó en el enrojecido arroyo y se fue surfeando hacía el poniente.
-¡Al lienzo charro!-dijo.
Las bestias eran espectaculares.
Destacaba de entre ellas, un corcel negro de crin iridiscente y cola esponjada que casi rozaba el suelo. Mediana alzada. Músculos bien marcados. Acababa de salir del baño. Cariñosamente, lo cepillaba un caporal. Le ponía en el hocico cada que lo sentía nervioso, un terrón de azúcar.
Una chica con bata blanca, por el lado derecho del rocín, pacientemente trenzaba el pelo de El Diablo –así dirían a Armenta que se llamaba- y coronaba cada trenza con un listón de lino rojo.
-Tenías razón, Tizón. Están chulos los caballitos…
-Sí patrón. Tán chulos…
Le pregunté:
“¿Se los llevamos pá su rancho?”
-No Tizón. Mátalos. Tómales fotos y se las mandas al cagada de El Pocho-ordenó.
En ese momento, entró una llamada al celular del señor Armenta.
Era El Pocho.
Suplicaba por la vida de sus caballos.
-No los mates. Quédate con ellos. Cada uno vale más de 300 mil dólares…
-¿Quieres darme órdenes cabrón?..
El triunfante capo, jaló de su cintura una 45 chapeada de oro. Cortó cartucho con un gesto mecánico. Puso el cañón de la pistola, en la frente de El Diablo y sin colgar el teléfono disparó. Como si le hubieran cortados las patas, se derrumbó el caballo.
Se humedecieron los ojos del caballerango.
Soltó el cepillo y se retiró cabizbajo.
-¡Mátenlos a todos!-se escuchó.
El Tizón, lanzó una mirada inquisitoria a su jefe.
Armenta, se acomodó sobre su cinto piteado la escuadra.
Dijo sin ver al lugarteniente:
-Esto es la guerra, Tizón. Es la guerra…