Desde que pude caminar, mi padre me llevó a la parcela.
Junto a papá y mis hermanos, hacíamos producir 10 hectáreas en el ejido Nueva Independencia, de Río Bravo, Tamaulipas. Por años, trabajamos muy duro. Yo fui siempre, el orgullo de mis padres.
Nunca me dolió el trabajo.
Me hería, lo poco que nos pagaban por la cosecha. Buena parte de ésta, se quedaba en manos de gente que no trabajaba: coyotes, agiotistas y canaleros que robaban y nos vendían el agua de riego.
A los 17 años intenté llegar a Arkansas, Estados Unidos.
Cruzar La Quineña, no fue difícil para mí. Era un mocetón de 190 metros y 100 kilos de peso. Trabajaba, sin respirar, de las 6 de la mañana a las 7 de la tarde. Labraba, sembraba, regaba y pizcaba mazorcas sin repelar. Mi padre así nos había enseñado.
Un pollero, me cobró 600 dólares por llevarme hasta un pueblito de Texas, lejos de la Migra y de la policía.
-Lleven nomás lo necesario; porque a los 15 kilómetros les va a pesar todo. Eso sí: no suelten su yoga de agua. Esa puede ser la diferencia, entre que te devoren los buitres y te puedas tomar una Coca Cola helada en la Combi que los llevará a Houston-dijo, quien dijo llamarse Eulogio.
Íbamos casi 30 mojados.
Dos niños –de algunos siete u ocho años-, acompañaban a su madre, azorados, temblorosos. En medio de la noche, sólo veíamos el oscilante movimiento de la luz de la linterna de Logio –así llamaban los centroamericanos, al guía-. Hablábamos en susurro; cómo si la Migra pudiera escucharnos en esa mancha negra y fría poblada de alimañas y de angustiados indocumentados.
A las 8 de la mañana el sol empezó a quemar.
Llevábamos más de doce horas de camino. Encajé a un niño en cada una de mis caderas, y caminé cargándolos al menos los restantes 30 kilómetros. Sol calcinante como flama. Viento polvoso e hirviente, como si resbalara sobre un comal en uso. Hierbas espinosas, que silbaban al rozar mi pantalón de mezclilla.
Bebíamos agua, del pico de plástico del botellón, a punto de ebullición.
La náusea, era mucho mejor que el agobio de la sed.
Los pequeños, gritaron histéricos, cuando divisamos una iguana de más de 30 kilos, jadeante y parsimoniosa sobre un pequeño tronco seco.
-¡Ya chingaron cabrones!-dijo el pollero.
De entre un montón de ramas secas, que cubrían la Combi apareció un hombre.
-¡Órale! Pá adentro…
Nos apretujamos los 30 en el vehículo.
El pollero, nos sugirió antes de irse:
“Ahora sí: pueden tirar todo lo que les pese. Ya están con los gabachos..”
-Tú grandote, súbete acá en el asiento de adelante-me dijo.
En una colonia de mexicanos en Houston, nos esperaba Fermín Leija. Era de la colonia Morelos. Lo había conocido en varios movimientos sociales de la CIOAC (Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos). Trabajaba en las plataformas petroleras de soldador y ayudaba a cuanto mojado llegaba en busca de trabajo.
Leija me recomendó con un contratista de la construcción.
En menos de 24 horas ya tenía trabajo.
El mismo Leija, me ubicó con sus amigos en un departamento en los suburbios de la ciudad. Dormíamos 16, en una habitación de cinco por cinco. Desayunábamos una Coca Cola y unos roles de canela y partíamos a la obra. A la hora de la comida, media pizza, refresco y listo.
Era de todos los días.
A seis meses de estar en Estados Unidos, agarré confianza. Un sábado, con cuatro compañeros fuimos a una cantina. Puros mexicanos. Llegaron a las dos de la mañana, 5 salvadoreños y echaron bravatas. Uno de ellos, el más borracho nos insultó.
Siempre he tenido la sangre muy caliente.
Le dije:
“Camarada, cálmate. Aquí no somos de pleito.”
El salvatrucha, sacó una navaja. Me tiró dos o tres tajos. Uno me abrió levemente el costado derecho. Ya no me aguanté: le quité la arma y le abrió el pecho. ¿A dónde huir? Me quedé a esperar la policía.
Por comprobarse que fue en defensa propia, los gringos me dejaron libre. La sentencia, solicitaba al mismo tiempo mi extradición a México.
-Tony Armenta, agarra tus cosas. Vas pá tu tierra…
Con 18 años cumplidos, llegué junto a 70 repatriados, a Nuevo Laredo, Tamaulipas.