¿Cómo chingados dominar los celos?
¿Cómo demonios, evitar que me hiera el aguijoneo de la duda?
Estoy en la cama, a oscuras. Abro los ojos y la veo flotando en las sombras, con la luminiscencia que irradia su piel de seda blanca. Cierro los ojos y la imagino, en brazos que no son los míos. Es terrible, esa sensación de no poder llenar de aire el pecho. Es pavoroso, sentir que tienes encima una fría lápida de agobiantes sensaciones que te impiden respirar. Atormenta, mortifica, esa asfixia viscosa, densa y amarga como vómito. La ansiedad, hace revolcarme en las sábanas que no huelen a detergente, sino a ella.
Sólo descanso en posición fetal.
Soltar el llanto no es lo mío.
El suspiro, es la válvula que me desahoga; que me da, segundos de paz.
Y cómo no: mi padre, decía que los suspiros son las lágrimas del alma.
Jamás en mi vida, la desconfianza amorosa me desacomodó el espíritu. Muchas mujeres muy bellas estuvieron en mi pecho, en mi corazón. Siempre manejé racionalmente mis enamoramientos.
Sin fantocherías: no conocí ni en mis peores tiempos, el mal de amores.
Sonreía maliciosamente, cuando mis amigos contaban sus desavenencias en las tertulias de los viernes en el Mission Bar. Pensaba, que el dolor que decían sentir era más una actitud que buscaba la conmiseración y no una punzada tan real como lastimera.
A las damas, me acostumbré a recibirlas a besos y a despedirlas con sonrisas.
Hasta que llegó Reina.
“Voy a cenar con mis amigas,” decía.
Más bien informaba, porque no es de las que piden permiso.
¿Qué podía negarle?..
Se iba hermosamente arreglada. Me dejaba con un vacío, que no pude llenar ni con ginebra ni con el recuerdo de otras mujeres. Cada día que transcurría, se agigantaba la zozobra que como raíz atravesaba mi corazón.
Un día la vi bajarse de la camioneta del Capitán, frente a nuestra casa. Eran las 3 de la mañana. Se despidieron afectuosamente. Aunque me pareció incorrecto, quise verlo como normal. Venía radiante; con una sonrisa, más rutilante que lo usual. Me besó como es su costumbre: cálidamente.
Dijo:
-Saludé al Capitán…
La hiel empezó a agolparse en mi vientre.
Dije, intentando ser insensible:
“Que bien. ¿Y dónde lo viste?”
-En el restaurante. Estaba con un grupo de Federales. Platicamos de cosas sin importancia. Se ofreció a traerme. Acepté porque había tomado más de lo prudente. Dejé la camioneta en el estacionamiento de La Casa de Pancho Villa.
Esa madrugada, hice lo que nunca en la cama: le di la espalda mientras mi cerebro era taladrado por amargas meditaciones. Ella no se dio por enterada de mi insomnio; y menos de mi congoja.
Con rencor y envidia, la vi dormir a pierna suelta.
A las seis de la mañana, me levanté a prepararme una taza de café. Quería sacarme el sabor a cobre del puto desvelo. Deseaba diluir, la pasta amarga de la bilis que había acampado en mi dentadura. Pretendía menguar, el ramalazo de las huracanadas sospechas que habían pulverizado mis vísceras.
Imposible.
Ella, resultó mucha pasión para tan poca voluntad.
Dejé la taza de café a la mitad. Encendí un cigarro y prendí la estufa. Saqué unos huevos, jamón y papas del refrigerador e hice el almuerzo. Regresé a la recámara. Sentí el golpe de su excitante olor, que ni los vapores del expreso disiparon.
Estaba en la regadera.
-Te hice de almorzar-dije.
Ella, salió del baño con una toalla sobre su pelo. Desnuda, como le gustaba andar en casa. Formidable. Una escultura. Piel sin imperfecciones. Sólo sus pezones, rosas y pequeños, delicados, sobresalían de su epidermis alba y esplendente.
¡Se me olvidaron los pinches celos!.
-Dime amor-expresó frente al espejo de la recámara.
-Te preparé el almuerzo…
Con dulzura, con el amor de siempre, lanzó desde su pedestal de diosa:
-Voy a almorzar en El Tupinamba con el Capitán mi vida…