Tenía seis meses viviendo en la celda de una cárcel vertical en los suburbios de New York, Estados Unidos. Eso me decían los Alguaciles. Yo les creía: era la única fuente de información que tenía. Mi esposa, no había logrado conseguir la visa para llegar hasta acá. Y la Güerita, mediante permisos tramitados por el Consulado de Mc
Allen, Texas, podía visitarme nada más cada dos meses. Me habían trasladado hasta acá, porque el Juez, me consideró altamente peligroso.
Mi estancia, era de tres por cuatro metros. Cama de concreto, con un colchón de hule espuma. Sanitario y lavabo de acero inoxidable. Una ventanita de algunos 60 por
35 centímetros, cubierta por un vidrio a prueba de todo. No había luz solar; sólo la iluminación blanca –que con el tiempo se convierte en hiriente por lo monótona-.
Paredes pintadas de blanco.
Rejas eléctricas, de barrotes acerados pintados de gris.
Recién llegado, imaginé estar en un manicomio.
Me daba cuenta de la hora, por las comidas.
Ocho de la mañana, almuerzo.
Dos de la tarde comida.
Siete de la noche, cena.
Nunca he podido, acostumbrarme al sabor dulzón de la comida gringa. A los dos meses, me brotó la náusea que no me ha abandonado desde entonces. Los médicos, en principio pensaron que era gastritis. Estudios bioquímicos, establecieron que estaba completamente sano.
-El asco, lo tienes en la mente-dictaminó el psicólogo de la prisión a través de su traductor.
Me recetó unas pastillas para el estrés y no volví a verlo.
Cada semana, me sacaban a una plazoletita que estaba –suponía- en el centro del piso en que estaba recluido –“está bien grande el edificio, tiene como 20 pisos”, me diría en una de las visitas mi Güerita-.
Era de una hora, el receso.
Seis bancas de hormigón, era toda la compañía que tenía.
El idioma, era otra forma de aislamiento.
No hablaba inglés y los guardias, todos eran bolillos. No sé, si les tenían prohibido hablar conmigo, o si al igual que yo, únicamente hablaban su lengua. Me vigilaban dos pelaos, que ni pestañaban. Firmes, sin armas, sin macanas, sin palabras.
Antes de abrir mi celda, decían los avizores:
-Paseo.
Ni un adjetivo más, ni un verbo menos.
Pensaba:
-¿Paseo? Ni el puto sol puedo sentir, Ni una hierba puedo ver. Ni una palabra puedo escuchar…
Por razones de seguridad, las audiencias del juicio eran en uno de los pisos de la mole carcelaria. Cuatro Federales, pulcramente trajeados llegaban por mí una horas antes de las audiencias. Sólo uno hablaba. Me daba instrucciones en perfecto español. Decía:
-Manos al frente.
Me ponían unas esposas de acero inoxidable, de las cuales se desprendían lustrosas cadenas hacia unos grilletes en mis pies. Me encabronaba esa actitud que sentía de burla hacía mí. Me hacía explotar la bilis, que sentía caliente y agria abrasando mis papilas.
Para enfatizar la mofa, cada policía llevaba una escopeta
“Culeros, ¿cómo creen que voy a escaparme de esta pinche jaulota?,” pensaba.
Mi abogado, peleaba con el Juez bajar las dos sentencias a cadena perpetua que estaban pidiendo los Fiscales. Confiaba en él. Varios de mis amigos de Tamaulipas y de Jalisco, la habían librado. Cobraba cada hora, como si te estuviera vendiendo un trasatlántico.
Él decía que lo valía.
El Juez, un afroamericano de bigote y pelo blancos, leyó los cargos del Gobierno estadounidense en mi contra. El rollo de siempre. Diez personas, de todos los colores son los apoyadores del juzgador. Silencio total. La estancia, huele a desinfectante y a cedro por la madera con la que se construyó el estado y las mesas en donde estoy sentado junto a mi abogado.
-Que pase el testigo-dijo el negro.
Entró a la sala, un pelao chaparro, prieto, de traje azul marino, camisa blanca y corbata a rayas rojas y azules. Llevaba lentes bifocales de armadura metálica. Me pareció conocido. Me concentré, en lo que decía el traductor en mis audífonos.
Mi abogado, me miró sorprendido.
Lo interrogué con la mirada.
El Juez:
-Celedonio Ruiz Cedillo, agente de la DEA testifica en contra del señor Antonio Armenta. Su testimonio, es parte de las pruebas que el Gobierno federal
norteamericano, tiene en este juicio.
Otra vez, mi abogado.
Me tiró la manga de mi traje naranja y señaló al agente testificante.
Giré la vista a mi derecha y lo vi detenidamente.
-¡Puta madre!-pensé.
Sentí sobre mi cuello, una áspera y fatal soga.
Era el Tizón.