Conocí a El Alacrán en una fiesta en el rancho de uno de los ayudantes del señor Armenta. Era un pelao seco, de lentes, mirada de gente inteligente. Pantalón de mezclilla, camisa blanca como nube blanca. Hablaba con madre inglés y español, según supe un tiempo después. Dijo que había estudiado en una Universidad del otro lado. Unas botas de piel de armadillo Lucchese, le daban un porte elegante, de buen gusto.
Tenía una cerveza Lite en su mano.
No es de buen gusto en esas reuniones, preguntar “¿quién te invitó?” Si está ahí, es por algo. Ningún desconocido del primer círculo, puede llegar a más de 10 metros del patrón.
Era para mí, el único ajeno al grupo.
Estaban pisteando puro Buchanans 18 años, los jefes de la plazas de San Fernando, Río Bravo, Matamoros, Valle Hermoso, Reynosa y Miguel Alemán. A espaldas de ellos, un bracero de 3 por 5 metros parsimoniosamente asaba 20 cabritos de leche –no conocían la hierba-; a la derecha, dos ataúdes con calor de horno cocinaban cuatro lechones; y enfrente del grupo, un asador argentino de dos por tres metros, con una alfombra de tibones, picañas, sirlones y fajitas, sobre un piso de flameantes leños de ébano y mezquite.
La grasa montada en el humo de los troncos, flotaba como deliciosa brisa en la finca.
El fara fara, lanzaba puro corrido matón.
Gerardo González, no fallaba; era el preferido de Armenta.
La caja de una Cheyenne de dos puertas, -estacionada bajo un monumental encino- llena de hielo, hacía las veces de refrigerador. Mezcladas con los cristalinos témpanos, cientos de cervezas importadas: Heineken, Estella Artois, Miller, Guinnes.
Al jefe, le gustaban las tortillas de harina que hacían dos mujeres que trabajaban en una fondita de Valle Hermoso. Las contrataba por todo el día. Compraba lo necesario, y listo. Gustaba ver salir del comal y capotear las de harina, para hacer tacos con la carne asada y comer como un salvaje.
“Así me enseñó mi madre a comer en el ejido Nueva Independencia”, decía.
-¿De dónde es usted camarada?-pregunté al que luego sabría apodaban el Alacrán.
-De Durango, señor-dijo.
Luego me aseguró que había estado en el Ejército norteamericano.
-Otro pinche desertor…-pensé.
Empecé a verlo con respeto, cuando me dijo que estuvo en la Guerra del Golfo Pérsico. Y más se agrandó mi admiración, cuando habló como un experto de todas las armas que yo conocía y otras, que nomás en películas he visto.
Me dijo algo que nunca he olvidado:
“La próxima guerra, será de drones; como armas ofensivas y como herramientas de inteligencia.”
Soberbio como la chingada, puntualizaría:
-Los fusiles y las bazucas que ustedes y sus enemigos están usando, son utensilios de la Edad Media.
Remató su Lite y lanzó la lata vacía a la caja de su camioneta Expedition:
“Aunque debo decirle algo, ¿señor?..”
-Tizón. Dígame Tizón, camarada.
-Le diré algo, señor Tizón: el negocio, no es ganar esta guerra a chingazos; el misterio y la magia de esto, es ganar el mercado para el producto.
Ordené a uno de los meseros, traer otra cerveza para el Alacrán.
-¡Tizón!-escuché.
Era el jefe.
Ordenó escoltar hasta Matamoros a su segundo de a bordo. Invité al Alacrán. Aceptó ir, sólo si viajábamos nosotros dos en la camioneta.
“Pon en otro vehículo a tus pistoleros, Tizón”, dijo ya en confianza.
Comentó que trabajaba para representantes del patrón en Texas, Arizona y California. Reconoció no ser de los íntimos del señor Armenta. Aseguró, ser muy cercano a Mr. Anderson -compadre de mi patrón- que tenía sus oficinas en el centro financiero de Texas: Austin.
Le mostré mi estupor porque su jefe era un chingón.
Dijo desde su soberbia, que a muchos cagaba los güevos:
-Realmente, Mr. Anderson no es mi jefe…
-¿Cómo?..
“Mi jefe real, es el Presidente de los Estados Unidos”, deslizó.
Solté una carcajada.
-Nunca bromeo señor Tizón-dijo con una seriedad glacial.
Puso su mano en mi hombro derecho y soltó con una amabilidad que me dio escalofríos:
-Espero que algún día, usted Tizón, pueda sentir ese orgullo…