La vida, me ha dado más de lo que hubiera pedido. Por la gracia de Dios y por la de mi belleza –también asunto de Dios-, he transitado por caminos de terciopelo. Desde que nací, la fortuna se me escurría entre los dedos. Dejé mi casa en el ejido La Reforma de Río Bravo, Tamaulipas, bajo la égida del Constructor. La bonanza y la prosperidad me abrazaron como si fuera su hija única.
No acostumbro, regresar al lugar de donde partí.
El pasado, -decía mi madrastra- es un tejido de experiencias. Las malas, siempre deben tener un sentido pedagógico; las buenas, tienen que acarrear lo memorable y llevar al disfrute, que es parte inseparable de la felicidad.
-Remembranza que no te genere placidez, olvídala-decía.
En parte, por eso no acostumbro afligirme con el pasado. Lo que se fue, -es sabido- no se puede eliminar así como así. Lo enfermizo, es apegarse a ello para sangrar por dentro e ir por el mundo cargando un manto de espinas en la espalda.
Odio sufrir.
Aborrezco la tristeza.
El primer hombre que vi llorar, fue a mi padre. Se pasaba horas y horas, en su sillón de mimbre en el porche de la casa. Veía la siembra, tomaba ron y dejaba -en silencio- correr su lúgubre llanto. Las lágrimas, sobre sus mejillas, eran cortadas por el filo de una abandonada y agresiva barba cana. Le acongojaba la ausencia de mi madre.
Finalmente, la muerte es el más doloroso de los abandonos.
La consternación por amor, me parece ocioso. Es pérdida de tiempo; un desperdicio, que desvía tus propósitos. Armenta, el Capitán y el Constructor, tomaron el sendero de la congoja y extraviaron el camino de la buenaventura.
Decía Armenta:
-Mi Güerita, por ti me muero. En donde sea y con quien sea.
Desde su celda, aseguraba que su sentencia era nada por el tiempo que había pasado conmigo. Yo le creía. Desde donde estaba, difícilmente tenía espacio para la mentira. Contaba orgulloso, que el gobierno gringo había autorizado mis visitas con mayor frecuencia.
Vi como su cuerpo se licuó, y sus ojos enrojecieron cuando comenté que regresaría a Tampico. Sentí pena por él. La conmiseración, se anudó en la boca de mi estómago al ver un hombre -que en tu tierra era omnipotente rey-, vencido por sus ambiciones y lacerado por sus excesos.
-¿Ya no vendrás?-dijo con voz trémula.
-No. La frontera no es un buen lugar para vivir.
De una u otra manera, Armenta sigue padeciendo sus amores.
El Capitán, abandonó a su esposa por mí. Se le vino el mundo encima. Su padrino el Secretario de la Defensa, se enfadó tanto que casi lo abofetea. No le importó. A partir de esos días, empezó a tener problemas con sus mandos superiores. Insultos, órdenes de mala manera y rasuradas al sueldo, brotaron como marcial sanción.
Aguantó de todo.
Sólo se quebró, cuando le dije que acompañaría a Armenta en un viaje a París. Ya no fue el mismo. Se tiró a la bebida. En lo más difícil de su crisis, optó por la droga –cocaína y heroína- para tapar el hueco propiciado por mi partida. Sentí algo de vergüenza. Dejó de ser aquel caballero, guapo, bizarro y atento. Se le ve cotidianamente en las cantinas de Reynosa y Río Bravo, desecho, lastimado, enfermo.
“Vivo la peor de las muertes,” dice a sus amigos con sollozos que se confunden con el hipo.
No puedo compadecerlo porque lo amé. Lo recordaré, como una dichosa época de mi vida. Es todo, lo que puedo y debo hacer por él. Cada quien es responsable de su existir. Remolcar fallas ajenas, es una patología de la que huyo. En verdad: no tengo carácter para ello.
El Constructor, fue el más sereno. Enfrentó su conflicto con madurez e inteligencia. Me envió una carta que aún conservo. Aseguró, desearme mucha suerte en mi nueva vida con el Capitán. Dijo que siempre estaría a mis órdenes. Expresó que me seguiría amando, a pesar de sus pesares porque su “amor era superior, a la de todos mis amores.”
No he conocido hombre más bueno.
Me enterneció.
Aunque quemé mis recuerdos de la frontera, en mi pecho siguen durmiendo tres corazones. Estoy segura, que ahí estarán por mucho tiempo. Decía mi madrastra: amor que se anida: jamás se va del todo.
El timbre, rompió mis reflexiones.
Era Luisa, mi amiga de la Universidad. Iba a invitarme a un cumpleaños en el Velas 10. Se reunirían parte de la generación. Tenía ya casi un mes en el puerto. Veía películas y leía. Por las tardes, visitaba un gimnasio a dos cuadras de la casa en la colonia El Águila.
Decidí darme un relax.
Júbilo de mis compañeras por mi presencia. Abrazos. Besos. Felicitaciones. Preguntas de rutina. Bromas, risas, remembranzas.
Pedí una limonada con granadina.
Sirviendo la bebida, el mesero farfulló en mi oído:
-Señorita, dice el señor que si le acepta una copa.
Voltee a ver a la persona que señalaba con la mirada. Era un hombre de saco deportivo azul marino, camisa celeste, pantalón café. Tenía pelo entrecano cuidadosamente peinado y piel apiñonada. Bebía un vodka con jugo de toronja. Estaba parado en la barra, sin compañía, con un talante seguro, que bien podría confundirse con la soberbia.
-¿Quién es?-pegunté.
-Es el Senador de la república, Ollervides.
El mesero, la vio levantarse como si flotara -con su vestido rojo, su reloj Cartier, su crucifico de oro macizo, su serpiente de esmeraldas como ojos, en su pie-,
caminar como divinidad, cortar los diálogos de los hombres y desatar la mezquindad de las mujeres pintada en sus miradas de soslayo.
Imponente.
Con sus zapatos tacón de estilete, alzaba 190 centímetros. El pelo azabache, a la cintura, tapaba su espalda que un escote mostraba espléndidamente. A su paso, se hacía el silencio. Luego venía el cuchicheo -como suave zumbido- de las damas y los caballeros.
El hombre salió a su encuentro con paso desenfadado.
Tendió su mano y dijo:
-Gracias señorita. Un placer. Soy el Senador Carlos Ollervides.
Ella sintió el perfume del político en su rostro, como celestial vaho. Le lanzó una mirada demoledora y envolvente. Le pareció a primera vista osado: medía apenas 160. Como vapor, llegó el recuerdo de su madrastra: “El amor no muerde. Sólo lastima, a quien se le acerca llevando el olor del miedo.”
Con los dedos de su mano izquierda, se acomodó el cabello de su sien derecha y soltó:
-El placer es mío, Senador…