El gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador tiene el derecho de intentar un cambio radical en México.
Contrario a la cantaleta de moda, a ese derecho no lo ampara la cantidad de votos obtenidos el año pasado por Morena, sino que López Obrador propuso tal cosa –un cambio radical–, y el 1 de julio el voto popular le favoreció.
Así, tiene derecho a querer privilegiar el sur del país antes que otra región. Y al mismo tiempo le asiste el derecho a proponer un modelo fiscal distinto para la frontera norte.
Tiene derecho de lanzar una política energética nacionalista y del siglo XX. Tiene derecho a proponer una política exterior aislacionista. Tiene derecho a cancelar el aeropuerto de Peña Nieto y a invertir recursos en un tren polémico desde el primer día. Tiene derecho incluso a despedir a miles de trabajadores de la administración federal y a aplicar inéditos recortes presupuestales a organismos autónomos.
Y para terminar esta somera enumeración de algunos de los proyectos del naciente sexenio, tiene derecho, finalmente, a proponer que las Fuerzas Armadas se encarguen de la seguridad pública.
Pero el derecho de AMLO a cambiar de cuajo la política mexicana no cancela otros derechos. Porque el golpe de timón dado por López Obrador es legítimo. Tan legítimo como las críticas que algunos vocean al respecto del mismo.
En los primeros 30 días de la presidencia obradorista, sin embargo, hemos asistido a un singular fenómeno de regateo de derechos.
Haciendo una generalización, se puede decir que cualquier cuestionamiento –pedestre o elaborado– es visto por la nueva administración como un reclamo a su legitimidad. Al mismo tiempo, cualquier iniciativa importante del naciente gobierno es denostada como locura o insensatez.
Esa dinámica cancela las posibilidades del diálogo y reduce al máximo la ocasión de que las nuevas políticas sean mejoradas gracias a propuestas surgidas fuera del radio de Morena.
Por ello es menester volver a la noción, elemental pero erosionada en medio de la crispación, de que los derechos de unos y otros no sólo pueden sino que deben coexistir.
El problema es que toca al gobierno procurar las condiciones para ello. Sin embargo, una administración donde el presidente no se ha quitado los guantes que durante tantos años le ayudaron a sobrevivir en la lucha política, no parece tener ni conciencia ni voluntad de lo crucial que resulta que los derechos coexistan y enriquezcan la vida pública.
El presidente ha anunciado, en más de una ocasión, que será un mandatario contestatario, que hará saber cuando no esté de acuerdo con un comentario o revelación en torno a su gobierno.
Está en su derecho sólo si para tal efecto sabe medir que hay una desproporción entre lo que él diga –y los efectos de lo que él señale– y el peso de opositores, por un lado, y de otros actores, como es la prensa, por otro.
Porque en nuestro sistema político el presidente tiene en su mano todo el peso de una administración más leal que profesional, burocracia de corte partidista antes que funcional, en la que un gesto presidencial puede activar los peores reflejos. Si eso ya era lo típico en otras administraciones, tal perfil se ha exponenciado en un gabinete cuajado de personajes queda bien, carentes de una carrera sólida fuera de la política e incluso dentro de ella y que no ven al Congreso de mayoría morena una amenaza a su proceder.
En su primer mes como presidente, López Obrador ha puesto en marcha las reformas para el cambio radical que él considera que urgía a México.
Seis años después asistimos a un momento parecido al del arranque del peñismo: un gobierno se propone empujar un cambio dramático a la nación.
Hace un sexenio, la respuesta de los peñistas a las críticas por ese cambio fue el desdén o de plano el castigo (publicitario en algunos casos, silenciamiento en otros) a los medios o periodistas críticos. Sólo ellos se creían con derecho a dictaminar el cambio de rumbo del país.
La historia se repite, sólo que hoy de manera un poco más descarada. Vemos en público expresiones que antes se daban en privado. De ahí que, sin nada qué presumir en su desempeño, tres secretarios de Estado (Durazo, Espriú y Torruco) se atrevan a denostar sin argumentos a algunos críticos.
Altos (es un decir) funcionarios que hacen una mala lectura del derecho que tiene su jefe de proponer un cambio. Una que pretende anular los derechos de otros a participar en ese cambio.
Pero lo aprendieron de su líder, que no ha demostrado en este primer mes de gobierno aspirar a ser presidente de todos los mexicanos, a velar por los derechos de todos y no sólo de aquellos que, paradójicamente, le dieron el derecho a ser jefe del Estado.