5 diciembre, 2025

5 diciembre, 2025

El gafete por dos flautas de harina

CRÓNICAS DE LA CALLE

Cuando se despertó, Ignacio tentaleó a todos lados. Manoteó sobre el buró y una silla vieja que lucía postrada a un lado de la cama. Temió que los lentes que buscaba se hallaran debajo de la cama quebrados como la otra vez en que no pudo ir al trabajo porque hubiera sido inútil, pues sin ellos no va muy lejos.
Por eso es que se sentó con cuidado y puso los pies sobre el huacal de tomate que fingía de taburete.
Bajó la mirada  y tampoco vio nada que parecieran sus lentes. De hecho sin ellos no veía nada. Meterse a buscar debajo de la cama mantenía la posibilidad de torcerse el cogote y andar con el dolor de cintura mínimo una semana, lo cual le impediría ir a la chamba o acudir a otras partes a donde nadie le llamara.
Pisó el suelo frío corrugado en la gruesa capa del firme concreto echado durante la pasada campaña electoral y se hincó para revisar si aquel promontorio torcido que miraba eran sus lentes y se alegró de que si fuesen. Sí lo eran. De modo que cuando se los puso ya había amanecido.
Al ver bien el reloj desde aquellos lentes, dos graduaciones menos de los que en realidad él necesita, se dio cuenta del error, eran las nueve de la mañana y no sería ese güey  que acudiría a laborar tarde para que sus compañeros se burlaran. De por si que lo traían de encargo.
Pues bien. Algún caso tendría que Ignacio, ya convencido de que no iría al trabajo, se levantara de cualquier manera.
De joven había hecho tanto ejercicio y había jugado futbol ya «ruco» y por eso andaba chueco, y lo único que ocurrió fue que se le hizo ancho el tronco, y las piernas se le enflacaron y cuando la espalda le pesó, con los años se le vino abajo el cuerpo. De modo que ladeado era como ahora caminaba. Eso era. Un hombre ladeado a cada paso que daba.
Fue entonces que como muchas veces en su existencia le cayó el veinte; esto metafóricamente, pues hacía mucho que con el sudor de su frente no se ganaba un billete. Y eso hacía estragos en su mantenimiento, si es que a eso de tragar puras sobras del mercado se le podía llamar sustento. Había veces en las que se andaba muriendo, en serio y nadie quería creérselo.
Buscó un objeto entre el morral viejo que hacía tiempo no sacaba del armario, porque se había vuelto viejo como él, roto. Le daba lástima cargarlo desvencijado e inútil. Sin embargo recordaba haber dejado ahí un objeto. No recordó qué. Un objeto para algo.
Metió la mano adentro del morral en la sombría incertidumbre y ese algo le picó el dedo índice. Era una tarjeta de plástico, era un gafete.
La sacó sin recordar cómo es que llegó ahí ese objeto. Y vio con claridad el magnífico formato de un gafete. «Ingue» a su madre, se dijo por dentro. ¿Para qué serviría? Quién sabe, pero por algún extraño motivo se llenó de alegría.
De suerte que se instaló el gafete en el pecho y se paró enfrente del espejo. Y sí, era un buen elemento ya con el gafete. Se dijo que de un ejecutivo no se bajaría mientras lo trajera puesto. Tal vez lo confundieran en una conferencia con uno de esos «masiosares» que cobran por acudir a misa.
Pero aparte, tal vez con ese gafete,  podría entrar a algunos eventos culturales donde va de «copetona» para arriba, se rozaría con el rancio abolengo de  funcionarios inventariados en el gobierno y ¿por qué no?, cabría la posibilidad que le invitaran a un pachanga de esas donde se sirve el whisky, y tal vez, sólo tal vez, para ese entonces ni siquiera se acordara de lo que había sido su vida a punta de caguama.
El gafete borroso se veía mal de cerca, pero de lejos daba el gatazo, por lo cual debía de tener cuidado.
Quizás al verlo con el gafete algún vendedor ambulante se sobornara con dos flautas de harina para sus lombrices alborotadas. Eso pensaba, mientras se acercaba al centro de la ciudad a pata, con el gafete en el pecho y sin un cinco en la bolsa. El gafete aparte era de prensa.
HASTA PRONTO

Facebook
Twitter
WhatsApp

DESTACADAS