En julio se recordaron sin nostalgia
y en algunos lugares hasta con rubor
las dos revoluciones más importantes
de Iberoamérica: la cubana de 1959
y la nicaragüense de 1979, las dos llegadas
al poder vía guerrillas sentimentalmente
atractivas, pero las dos derivadas en dictaduras
crueles y personales. Las dos, por
cierto, lucharon para derrocar a dictaduras
de derecha con la promesa de una nueva
democracia y las dos siguen sin las reglas
democráticas mínimas. Las dos socialistas
que acabaron en capitalismos de Estado.
Las dos prometiendo el paraíso terrenal
y las dos como infiernos sociales de pobreza
y represión.
Las revoluciones cubana y nicaragüense
encabezaron las exigencias de bienestar
de los pobres y los más pobres y propusieron
en la lucha un sistema de justicia económica,
pero al final impusieron un modelo
de estatismo empobrecedor. La igualdad
en la distribución de la riqueza terminó en
la igualdad en la distribución de la pobreza.
Y las dos revoluciones han sido controladas
por una élite familiar con prácticas represivas
peores que la de sus antecesores, Fulgencio
Batista y Anastasio Somoza.
Fidel Castro y Daniel Ortega fueron líderes
sociales que vendieron un nuevo sistema
de justicia social y los dos encaramaron
a sus élites dominantes. Fidel por sí y a
través de su hermano tienen 60 años controlando
el poder el Cuba, con la paradoja
de que los Castro en el poder llevan más
años (60) que los que tiene Cuba de independiente
de España (57). Ortega fue el jefe
de la guerrilla sandinista y lleva hasta ahora
cinco periodos en la presidencia, una como
coordinador de la junta de gobierno, y con
la posibilidad de reelección indefinida.
Los saldos de gobierno de las dos revoluciones
provocaron un desencanto en los
grupos radicales revolucionarios de otros
países. Terminado el ciclo de la guerrilla en
1992 con los pactos de paz en El Salvador,
los grupos progresistas auto denominados
de izquierda pasaron a la lucha legal por
el poder vía elecciones: Chile, Brasil, Bolivia,
Ecuador, El Salvador. Nicaragua y Cuba
construyeron sistemas políticos e instituciones
electorales para evitar la oposición
democrática y perpetuarse en el poder. Fidel
dejó a su hermano y Raúl puso a su intendente
Miguel Díaz-Canel, pero el propio
Raúl como general en jefe de las fuerzas armadas
represivas controla el poder tras el
trono. Y Ortega ya preparó a su esposa como
vicepresidenta a título de sucesora.
Lo malo del fracaso de las revoluciones
cubana y nicaragüense fue el deterioro de la
calidad de las revoluciones sociales como
instrumentadoras de un socialismo justiciero
y prohijaron gobiernos populistas que ya
venían desde Brasil con Getulio Vargas en
1930. A la dinámica contradictoria de capitalismo-
socialismo, los populismos buscaron
ser gobiernos de interés social sin modificar la estructura de la apropiación privada
de la riqueza social. Pero fueron gobiernos
coyunturales, basados en el carisma de los
gobernantes como caudillos, sin estrategias
de desarrollo equilibradas y al final sustentadas
por la compra de popularidad con
programas asistencialistas improductivas.
De manera paradójica, las revoluciones
socialistas y los populismos desprestigiaron
en Iberoamérica el concepto de la izquierda.
Porque Cuba, Nicaragua, Bolivia y –desde
el enfoque de derecha– Chile se presentan
como gobiernos de izquierda con funciones
de mantener vigente el capitalismo y
su distribución inequitativa de la riqueza. Y
los gobiernos de izquierda socialista en Brasil
y Ecuador, entre otros, ejercieron el poder
personal sin construir una fuerza social
de izquierda. Cuba y Nicaragua se presentaron
como el quiebre de la historia política
de Iberoamérica: el capitalismo depredador
estadunidense iba a llegar a su fin. Sin
embargo, esas dos revoluciones en el poder
cayeron en el control personalista de los gobiernos:
Castro y Ortega. Al mismo tiempo,
el pensamiento critico universitario contra
el capitalismo logró una propuesta de alternativa
que no pudo construirse como modelo
de desarrollo/política económica/Estado
de bienestar. La economía centralizada
copió defectos de la soviética y el Estado
fracasó como elemento productivo por corrupción
e ineficacia de conocimiento de la
economía de sus líderes. El sector estatal de
Cuba fue el ejemplo de la improductividad.
Y el aislamiento ideológico, político, internacional
y de mercado condujo a una caída
de la producción y al racionamiento de los
bienes y servicios.
Lo malo de estos liderazgos fue su incapacidad
para reconocer errores y su negativa
a golpes de timón. El mantenimiento de
los jefes del poder condujo a la asfixia democrática.
Ahora Cuba y Nicaragua andan
en busca de nuevos padrinos o tendrán que
encarar un fin a la venezolana.
Los sesenta años de la revolución cubana
y los cuarenta años de la revolución nicaragüense
pasaron sin pena ni gloria, sin nada
qué celebrar, con nuevas generaciones de
jóvenes izquierdistas y revolucionarios que
no les interesan esas experiencias fracasadas,
con un pensamiento crítico que sigue
hundiéndose en la demagogia revolucionaria
castrista de lo que pudo haber sido y no fue
y con la certeza de que nunca más podrá ser.
Y lo frustrante de estas efemérides es
que la izquierda actual carece de referentes
históricos, sobrevive en las orillas de populismos
asistencialistas, no puede romper la
estructura de apropiación privada de la riqueza
social y por tanto deja las posibilidades
de justicia a programas asistencialistas,
con una revolución económica que se reduce
a mayor cobro de impuestos hasta hacer
improductiva la inversión privada y con el
deseo de llegar al poder para gobernar como
neoliberales.