Laura Galván corre agazapada
detrás de las dos poderosas atletas
de Estados Unidos y Canadá. Al
iniciar los últimos 400 metros de la dura
competencia por la medalla en los 5 mil
metros, las dos norteamericanas alargan
la zancada y se desprenden del pelotón.
La mexicana Galván hace lo imposible
para mantenerse a su estela, aunque
el esfuerzo extremo le pasa una dura
factura, visible en el rostro desencajado.
Las otras dos superan a la menuda
morena en 15 centímetros de estatura
y unas piernas largas que devoran de
manera implacable los últimos metros.
Laura se mantiene a duras penas. Al
enfilar la última curva los comentaristas
se hacen ascuas sobre quien se quedará
con la medalla de oro: ¿Canadá o Estados
Unidos? También reconocen el mérito
de la mexicana para quedarse con una
inesperada medalla de bronce; muy
meritorio para una corredora que no
estaba “ranqueada” para subir al podio
en los Juegos Panamericanos de Lima.
Pero entonces sucede algo inesperado,
faltando 150 metros, en lugar de quedarse
rezagada, Laura Galván abre el compás
e imprime mayor revolución a su
zancada. Ante el asombro del auditorio
la pantalla de la televisión exhibe el
puntito rojo de su uniforme acercarse
a milimétricamente a la corredora
canadiense hasta que la supera. Laura
debe haber sido la primera sorprendida
porque el golpe de adrenalina le da un
impulso extra que le permite rebasar con
relativa facilidad a la estadounidense.
Faltando 70 metros, inesperadamente,
la mexicana ha tomado cinco metros de
distancia que se antojan definitivos. Las
dos anglosajonas, que se venían cuidando
entre sí y nunca imaginaron la irrupción
de una corredora ignorada, se recuperan
de la sorpresa y saltan hacia delante.
Diez metros más tarde queda claro que la
estadounidense se ha quedado sin fuelle
y, pese a su desesperación, la distancia
sigue acentuándose. Pero no es el caso
de la canadiense, Connell, quien parece
haber encendido un turbo. Faltando
treinta metros para la meta ha reducido
la separación y comienza a respirar en
la nuca de la mexicana. La inercia que
trae la perseguidora hace inexorable
el rebase en los últimos metros. Laura
siente la presencia de la otra y lejos
de desmoronarse y asumirse como un
caso más del “ya merito”, descubre que
aun le queda un cambio de velocidad
que probablemente ni ella sabía que
existía. Para la consternación de Connell,
Galván la deja plantada y entra a meta
tres metros delante de su perseguidora.
Segundos más tarde, con cara de
estupefacción, intenta recuperar el aire
y sus pensamientos. Acaba de darse
cuenta de que su vida ha cambiado para
siempre.
Entiendo que esta columna tendría
que versar sobre política, pero una
breve convalecencia me ha condenado
a observar por televisión los Juegos
Panamericanos de Lima. A lo largo de
tres o cuatro días he podido constatar
la pasiones nacionalistas que entraña
la competencia entre países. Supongo
que la escena descrita arriba habría
sido vista de manera diferente por un
peruano (con simpatía probablemente,
pero sin la emoción en la garganta que
yo experimenté), ya no digamos por un
canadiense. Nunca había oído hablar
de Laura Galván ni tenía interés en esa
carrera; caí en ella por el peregrino azar
del zapping. Y sin embargo al comenzar a
seguirla fui inevitablemente presa de los
condicionamientos nacionalistas que han
quedado inscritos en nuestro ADN.
Pero también advertí otra cosa.
El deporte es también uno de los
pocos escenarios en los que podemos
observar, sin montajes e hipocresías,
a seres humanos en condiciones límite
física y emocionalmente hablando.
Particularmente cuando está en disputa
colgarse una medalla, algo que en
definitiva puede hundir o catapultar
sus carreras profesionales. En deportes
de alto rendimiento, cuyas pruebas
reinas se disputan cada cuatro años,
un atleta se juega en minutos años
de preparación y sacrificio. No es de
extrañar el dramatismo de las escenas
que se despliegan a nuestra vista. En
esos momentos de auto flagelo en los
que el deportista saca inexplicable fuerza
de la propia entraña, observo una épica
conmovedora que cuesta encontrar de
manera tan conspicua en otros ámbitos.
Se me dirá, con razón, que hay mayor
heroísmo en la doble jornada que una
madre de condición humilde despliega
para llevar pan a la mesa de sus hijos. Y
tendrán razón, pero eso no va en desmedro
de la experiencia lúdica y dramática que
supone una competencia entre personas
que se han preparado durante años para
jugárselo todo en un instante.
He tratado de ver otras carreras en las
que no compiten mexicanos con la misma
pasión por la condición humana, sin que
se involucre el sentimiento nacionalista
y su deplorable distorsión. Algo he
logrado viendo brasileños, colombianos
y peruanos conseguir emotivas y bien
ganadas medallas. Me entusiasmó cada
remontada épica o el triunfo inesperado
de un competidor subestimado. Pero debo
confesar que he tomado nota que hoy
por la noche (sábado) el equipo femenil
de México disputa contra Argentina la
medalla de oro, algo que hasta hace tres
días no habría visto ni por error.