¿Qué padre no recuerda con nostalgia y ternura el primer balbuceo del bebé cuando dice la palabra: Papá? Ese sonido celestial se lleva por siempre grabado en el corazón y acaricia el alma cada que se recuerda.
Y es inevitable derramar unas lágrimas de alegría.
Quisiera regresar el tiempo y ver como si fuera una película en cámara lenta, cuando nuestros hijos dan su primer paso y se caen y lo vuelven a intentar llenos de risa y mostrando un rostro de que sí se puede y que la vida es eso: caer y levantarse.
Recordar cuando se suben a la bicicleta y soltarlos hasta que guarden el equilibrio y no se caigan.
Porque así es la vida, como andar en bicicleta, en la medida que se pedalea, se avanza. No hay reversa. Y siempre hay que guardar un equilibrio, porque te puedes caer.
La primera palabra, papá, el primer paso, sus escritos, su imaginación, sus sueños, son lo único hermoso que nos llevamos de nuestros hijos para la otra vida.
Y por eso, hoy cedo mi espacio que me brinda Pedro Alfonso García, para a uno de los varios cuentos que ha escrito mi hijo Gerardo Contreras allá por los Madrides, y que por el exceso del texto, tendrá que publicarse en dos o tres partes.
Y debo reconocer que mi creatura sí que sabe escribir, no como el que lo presenta:
¿Hijo de Tigre pintito? O, ¿el orgullo de papá cuervo?
Así que les presento a mi hijo, que es puro cuento, vive del cuento y su vida es un cuento que contar.
EL RECUERDO DE LAQUEMPAN
Primera Parte
–¡Uy, señor!, todavía le falta un buen tramo –me dijo una viejita por el camino– pero no tiene pierde, usté nomás siga al viento, y allá donde se regresa el viento, allá es el pueblo de Laquempan.
–Eso es lo que me han dicho todos, desde hace días –le contesté con un tono cansado.
–¿Y a qué va ahí? –preguntó la viejita– si está bien feo Laquempan.
Las primeras veces que preguntaban “¿A qué va a Laquempan?” ¡Ah, como me molestaba!, gente metiche existe hasta en los caminos, hasta llegué a revolcarme a golpes, pero ya eran tantos días camine y camine, que ya no me importaba repetirlo.
–Hace años perdí un recuerdo de mi infancia, y me han dicho que lo han visto vagando por el pueblo de Laquempan, por eso he venido a recuperarlo.
–¿Ir hasta allá por un recuerdo? ¡Qué va, señor!, usté está arriesgando mucho.
–Ando bien vacunado –le dije molesto, alzando los brazos mientras me alejaba, pero no había ironía, de verdad me había vacunado por eso de las dudas antes de emprender el viaje, uno nunca sabe– ¡Vieja metiche! –le grité, nomás por no dejar.
–Pero córrale, señor que se le va el viento –gritaba la viejita.
Así seguí caminando entre ríos, bosques y montañas, siempre detrás del viento, a la espera de su regreso que me indicara que había llegado a Laquempan. Con zapatos rotos, los pies entre ampollas y hongos, lo único que me mantenía a trote era volver a tener ese recuerdo. Las mismas preguntas y las mismas respuestas recibía por el camino. Cuando ya estaba amaneciendo, sentí como se me regresaba el viento.
–Eiits! –le grité al viento.
Yo hasta aquí llego –me contestó.
–Pero aquí no hay pueblo –le dije al viento– y me han dicho bien clarito que cuando te regresaras, ahí iba estar el pueblo.
–El pueblo está a un kilometro más adelante, ahí entre esas colinas de tierra.
–Oiga –le pregunté al viento– ¿por qué no llega hasta el pueblo?
–Porque el pinche pueblo está tan feo, que ni ganas me dan de pasar por ahí, y ya no estés chingando.