Usted tal vez recuerde un domingo de otoño en el estadio olímpico Victoria- así como se llamaba el Marte R. Gómez-, y sienta que en lugar de jugar el Correcaminos juegan los cuerudos, el equipo que nos representaba en toda la república. Ni modo que no llevara usted la camiseta puesta, bastaba con quitarse la camisa de encima para traer la de cuero, naturalita.
Afuera vendían raspas de cono de papel y había un resbaladero muy alto de donde se cayó una prima. Una pileta con agua saciaba la sed en el hueco de una pequeña mano habida del vital líquido que salía a borbotones y transparente directa de la peñita.
Otros niños esperarían al segundo tiempo para volarse la barda, se podía por el lado norte, a veces el mismo policía te hacía un paro, otras veces ese mismo poli te aventaba desde arriba.
O tal vez usted lleve a su hijo de la mano o usted mismo vaya con su padre mientras escucha la voz intempestiva que sale de las gradas entre burlas de la fanaticada.
Los cuerudos de Cd. Victoria fue un equipo muy aguerrido en la segunda división de futbol. Era un representativo de la ciudad y ya desde el nombre llevaba impreso la cuera tradicional de estas tierras. Habrá quienes recuerden los tiempos de mayor efervescencia de este cuadro de casa. La voz de los comentaristas entusiasmados y con información letal. Había jugadores que se hicieron ídolos de la fanaticada. Y la ciudad noble los ha reconocido en franca correspondencia con su entrega.
En casa los señores comentaban las incidencias de un partido escuchado sólo a través de la radio que, en medio de la cervecería de moda o su financiera amiga, le daba la cortesía a usted de escuchar la transmisión de un partido como si estuviera en la cancha. Y de alguna manera era cierto. Los comentaristas eran muy buenos y portaban un particular estilo.
El futbol predominaba en el escenario deportivo de la ciudad. Por muchos años no hubo otro espectáculo deportivo con más arrastre. El Club, unas veces dirigido por Don Benito Haces o Pepín Bringas, junto a otros asociados, más menos destacaba por su extraño amor a este deporte. Digo extraño pues la operación del club era costosa, con todo y las penurias y a las fuerzas con que se mantenía.
En el uniforme predominaba la casaca absolutamente café con cintillas blancas y otro de repuesto de color blanco con dos franjas cafés horizontales en el pecho. Me aprendí el uniforme porque eran tiempos en que te asomabas por la ventana como en Egipto y veías esos dioses que usaban la playera para salir con el orgulloso escudo del club en el pecho.
Usaban tacos de piel gruesa, negros, colmenares originales. Muy resistentes. Los jugadores no hacían estiramientos. Calentaban corriendo y haciendo ejercicios sobre la marcha y con saltos espectaculares que ensayaban desde la casa. Eran típicos los movimientos durante su calentamiento. Hoy los tachones son de plástico y de colores fulminantes para el ojo del árbitro y el grito enamorado de las muchachas que van a ver al jugador extranjero con una bincha en el pelo largo.
En las gradas ya desde la salida del equipo contrario, sobre todo si se trataba del Irapuato o el Tampico, el público de casa comenzaba a ejercer presión que más tarde se trasladaba al árbitro y a los abanderados.
Don “Moy” que tenía una tienda a una cuadra del estadio llevaba gallinas vivas o muertas, víboras que luego metían a la cancha en una carretilla y se hacía un hueco en sol preferente donde siempre estallaba un gran cuete. A veces de tan aburrido que podía estar el juego nadie quería que empezara el segundo tiempo, dado el ingenio de la afición para entretenerse con cualquier pretexto.
Sobre la vieja cafetera que utilizaba para trasladarse a otras ciudades, se escribieron innumerables leyendas de remolque. Dicen que prendía de “puche”.
Cuando llegaba un jugador, como quien dice la afición le ponía casa, viniera de donde viniera, se le brindaba el beneficio de la duda, luego ellos respondían con garra, no siempre con suerte.
Una vez llegó un jugador que le llamaban el Maracas Banda, de inmediato la gente lo fue a ver a los entrenamientos. Se aventaba chilenas, hacía dribles en el aire, y era garigolero para mover la pelota. Supe que se quedó un tiempo en la ciudad y vivió por el 13 Berriozábal, luego de salir del equipo. Luego, como ocurrió con muchos otros, nada se supo de él. Unos iban a ver brincar al “brinquitos” Godines, un fino medio campista que hacía honor a su nombre.
Por las calles de esta ciudad han caminado rumbo al estadio muchos jugadores de aquel tiempo, algunos llegaban a pie. El “Tecala” Rodríguez, extremo derecho por excelencia cuyo nombre se desvirtuaba en tequila, llegaba a veces en bicicleta, otras veces en la llamada Julias desde la colonia Mainero donde algunos jugadores vivían. Otro tanto hacía el “Chón”Prieto, cuyo nombre de pila si mal no recuerdo era Juan, igual llegaban la “Magra” Reyes y Jesús Martín del Campo.
Fue tal vez la época más romántica para el futbol de Victoria, si no la de mayor éxito sí la de mayor garra, empuje, enjundia y de todo eso que ahora se extraña de los jugadores, que le pongan los huesos al menos cuando jueguen en casa.
HASTA PRONTO