“Dirigidos por el maestro Pablo Hernández Reyes un grupo de 39 músicos llegan a la plaza Juárez donde se instalan los jueves a dar su serenata en cuanto el sol se oculta, como para que la luna salga”
¿Qué es la música?, ¿ese tañido de campanas?, ¿golpes ligeros, avistamientos de sonidos feroces tras la puerta?
En las hendiduras de las paredes hay pedazos misteriosos de voces inauditas e inconmensurables. En el regocijo se quedaron pegadas a sus solventes, flores a sus aromas livianos de claveles y música.
¿Cuál noche es esta en las diademas de la luna? Los fuertes contingentes marcharon al olimpo, las cercas cerradas de foros han iluminado la estancia.
Dirigidos por el maestro Pablo Hernández Reyes un grupo de 39 músicos llegan a la plaza Juárez donde se instalan los jueves a dar su serenata en cuanto el sol se oculta, como para que la luna salga.
La banda llega con el fuego en medio de una locura de todos, comenzaron un incendio y terminaron ahogando al compositor invitado que igual es Mozart o Beethoven.
De repente, desde el tumulto, se dice la última palabra, el caro gesto y la mirada obscena de los tiempos. Todos dejaron sus instrumentos en la orilla de un lago imaginario. Los portentosos personajes sentados enfrente de un atril tararean las notas que tocarán los jueves en esta serenata eterna que es la vida.
Entonces el artista interpreta los metales, las maderas, las percusiones y los pasos son compás, los zapatos taconean la otra música del suelo, el compositor ahí vuelve a componer sus líneas y comienza la música.
Un acontecimiento lleva sin freno la mano que se alza y cae en una muerte sospechosa que aplaca el silencio. Comenzando por la flauta mágica que da escoger los brazos enemigos del tiempo, los tres cuartos que se acaban en un círculo viciosos se encuentran escondidos en las cuerdas vocales.
En los metales, la resistencia es mínima al sol metido y a la luna salida, bajo los instrumentos de aliento. Perdidos entre la percusión de los sueños, expuestos a una tambora iluminada por un fardo de esta gran plaza de armas.
Y sin embargo a la centenaria banda de música la encuentras dando conciertos didácticos en las escuelas, de gira por el estado, en los eventos donde hay quien quiera escucharlos.
Escoges el ir constantemente, el paseo por los jardines y juegos, la lucha derramada en un último esfuerzo de soprano, con grito de mujeres, y tu, sublime, tamborileas la música de Stravinski desde el pasto.
Los violines lastimeros son suficientes cuerdas para coartar un silencio, Sigue sin tiempo el silencio, en la mano cerrada, en el puño de fierro de la voz que no habla.
En la fragmentación de pájaros la flauta quema vientos, nos hace tímidos los oídos, nos despide de la sombra para, en el sin fin de escurridizas notas, llevarnos solamente, de escurridizos, de polizontes en la parte del tren invisible de las notas.
En el corredor donde hay gente de un palacio, entre la gente que se sienta en la explanada, se siente estupendamente la larga sinfonía, que agradece la amabilidad de su parte.
En un solo del percusionista, la luna se desgrana, de verdad es un hecho que no se puede confiar en nadie, Stravinski está eufórico. Da vueltas y se ríe del corno y sus viejas canciones.
Están tocando aquí y a un lado, en otra parte, esto es una sinfonía. Están tocando con los sonidos en la boca calle, con los pies colgados de un atril, con las manos escuchando y tocándose el alma. Tocan moviéndose en un compás extraordinario, antes de llegar a la casa de los silencios, a la paz que es concluir la sinfonía errante que recorre las calles del centro de ciudad Victoria. Entonces la gente se pone de píe y aplaude en los amplios salones de la luna de octubre.
HASTA PRONTO