Comencé a caminar por la calle como tamborileando los dedos en una barra de cantina antes de pedir una cerveza. Y de ser cierta esta utópica vida paralela – al ser capaz de caminar por una calle y al mismo tiempo estar en una cantina -pensé en lo que sería prudente escribir para una ciudad como ésta en un día cualquiera.
Pero caminar por la calle es bajar y subir banquetas. Aparte pierdo el control de otras calles, trato de equilibrarme en la oscuridad palpable en lo que tomo cerveza.
Sí. Es mejor que la bebida sea en una botella. Pido una cerveza “por favor que esté bien muerta”. Con el viento que sopla del norte, que me empuja por la espalda y me arrejunta las garras, camino el camino que falta. Saludo a uno que me saluda. “Salud”. El bar comienza a llenarse de humo.
Afuera en la calle hay una tregua de esa guerra a espadazos de rayos solares y claxons con que se disputan los carros los espacios del asfalto. Rugen los fierros detenidos en los semáforos ámbar. Está oscuro. Ignoro si anochece o está amaneciendo con un peso en la bolsa. Me siento ebrio.
Hace poco que comencé a pensar que estaba loco, pero ha de hacer ya bastante tiempo porque no me acuerdo. Y si no me acuerdo fue porque ocurrió pero en otro lado de mi cuerpo, en la parte donde está la otra memoria, la que escribe al mismo tiempo la otra historia, tal vez la verdadera.
Si es que voy hablando solo, no sé si sea el que hablo o el que escucho. Estoy en el mingitorio, alguien rayó las paredes con alusiones absurdas. Otro poeta que vive cerca del bar, a dos cuadras, mejoró el poema y con ello salvo el honor de la patria.
Y no es ir nada más por la vida imaginando cosas. Las cosas existen cuando las piensas. Son. Aparecen en nuestra conciencia y aprendemos de ellas. Yo digo que de la imaginación no hemos aprovechado su parte pedagógica. Le doy otro trago a la cerveza y sé cuántos cuadros llevo contados en la banqueta, sé que no hay que pisar raya, que hay que vencer todos los avioncitos de papel y barquillos de cuadrícula chica y papalotes austeros de una vida pasada en los aguaceros.
Eso ha sido Victoria. La parte del bar pide otra cerveza. En las calles resplandecen las luces amarillas que le ganan a la luz mortecina en la orilla del día. El caminante que soy encuentra otra calle y me acerco. “Ánimo”, grita el profe Raúl desde la primaria matutina y en esa parte de la vida está amaneciendo y ya casi es de día. El que camina el relato es un niño y el que bebe cerveza es un viejo, uno y otro lado son lo mismo, uno y otro lado son extremos de una vida paralela.
Pero amanece, mientras que en la realidad las luces mercuriales anuncian la vida nocturna de las ciudad. El niño comienza a correr para no llegar tarde a su escuela.
A mi vez salgo de la cantina porque no se entiende lo que digo y nadie lo comprende, nadie descifró los enigmas de la escritura temblorosa sobre una servilleta. Afuera en la calle me doy cuenta que soy el que mantiene las posibilidades de diálogo.
Con mucha claridad sé también que no puedo salir de la cantina como un niño corriendo. Ahora confirmo que soy el niño que habla y se escucha. Busco un libro en la mochila, lo saco de la manga de la vida y vuelvo a leer esta historia…a la que le falta la última hoja, esa que narra para el niño donde la vida comienza y para el viejo donde la vida termina.
HASTA PRONTO.