Conocí a la familia Martínez hará cosa de cinco años y pensándolo bien el apellido es lo único que conservo de ellos. Sus nombres por una razón que no comprendo se fueron extinguiendo de mi recuerdo.
A pesar de que se pudieron apellidar de cualquier otra manera, el apellido Martínez sirve y es muy común por estas tierras. Sería difícil que alguien se sintiera aludido en este relato que por demás no tiene nada de malo. Quizás me confundo y se apellidan Hernández como yo o como muchos en el pueblo. Qué tal si ellos mismos -ante la posibilidad de ser exhibidos en público- refirieron otro apellido y tranquilamente se pudieron apellidar González o López.
Otros detalles como esos no importan mucho. Y siento que por comunes todos tenemos algo que ver con ellos.
En lo que tal vez la mayoría no tengamos nada que ver con los Martínez es que son una familia de personas extremadamente delgadas, flacos, como si estuvieran extinguiéndose, como un hilo de carne, con un par de manos y pies que se mueven con el aire. Hasta los huesos tienen delgados y traslúcidos, por dentro de una piel que más que piel es una membrana, como una segunda camisa.
Eso pensé la primera vez que los vi. Pero había más cosas qué preguntarles, como si no tuvieran respuesta a simple vista, pues era evidente que los cuatro se iban muriendo de hambre. Pensé para todos lados y la evidencia de que esa familia era muy pobre me angustiaba. Pasando sobre mi propia hambre y lo que es más sobre mi propia pobreza, también pensé en la posibilidad de que yo estuviera equivocado.
Los seguí a corta distancia alrededor de una plaza por donde caminábamos, sin perderlos de vista por temor a que desaparecieran de pronto y no pudiese satisfacer mis preguntas.
No tardaron mucho en detectarme los dos hijos de entre 14 y 15 años. Volteaban a cada rato a verme, notaban a la vez algo extraño, tal vez yo mismo era el extraño para ellos. Siempre se dan estas ambivalencias. Pero eso ocurre entre dos personas la primera vez que se miran.
Durante días acudí a aquella Plaza tratando de establecer contacto con las cuatro personas. Los adultos al enterarse de que trataba de conectarme con sus hijos les habían prohibido voltear siquiera a verme. Yo llevaba sendos lonches escondidos en una mochila y un par de refrescos, unos jugos, dulces y unos chicles que después cambié por pizzas, luego por frutas y de nuevo por tortas y gorditas, por si se les antojaba para presentar una variedad más o menos prudente para que comieran.
Luego de varios días de insistir y de que no aceptaran mis tortas terminé por comérmelas yo mismo. Recién me di cuenta que en el trayecto de esos días no habían probado bocado o algo que se pareciera, todo era muy extraño, por lo que decidí franquear la barrera de la plaza y seguirlos hasta el lugar donde vivían.
A los pocos días pude penetrar a la intimidad de su hogar sin que nadie me viera mientras ellos estaban en la plaza. Una gran incertidumbre me movía a saber si aquellas personas tenían cocina, si tenían refrigerador, si había vestigios de comida, sobras, algo que dijera que comían.
Tal vez, sólo tal vez por la exquisitez de sus cuerpos, la casa también tenía una decoración minimalista y era pequeña hasta cierto punto para los cuatro. Así que muy pronto me di cuenta que no tenía cocina y me dirigí al cuarto más grande donde pensé sería la recámara, un sitio donde mi imaginación pecaminosa podría imaginar dos hilos haciéndose un nudo fuertemente sujetado el uno al otro. Pronto tuve que ver que dicha habitación estaba llena de libros y, lo más sorprendente, todos los libros hablaban o tenían una relación con el tema de los flacos.
Durante noches y días siguientes y en descuidos de sus dueños fui conociendo el acervo. Escogí uno al azar y lo llevé a la casa. Desde ese entonces he bajado de peso por las desveladas, pero me di cuenta hace poco y demasiado tarde. Sigo leyendo el libro.
Como les decía la biblioteca era especializada con alrededor de unos 3000 volúmenes en diversos idiomas. Leí los que había en español. Los que traían dibujos por los que se sabía que había flacos que morían por su propia voluntad de flacos.
Había libros de flacos por su peculio, por su estética, pues querían verse guapos según la exigencia de su existencia o por complacer a la novia. Libros de flacos muertos de hambre sin un peso en la bolsa, flacos esclavizados y torturados por sus sueños, flacos que comen prana, los miracionistas, flacos corajudos y flacos serenos, debió de haber un libro de Agustín Lara, uno de Kafka, flacos que por más que comen no engordan, flacos porque lo traen en los genes, libros de flacos por deporte o por amor al arte, libros blancos de una hoja, de una letra flaca, de una palabra seca. Flacos por un trastorno de conducta o flacos porque todavía no se les pregunta.
Sólo faltaba un libro y es el que escribo, un libro que titulé : “Somos flacos porque queremos”, con el que tampoco me salvo, saquen los tacos.
HASTA PRONTO.