Se hace tarde y nadie ha querido comprarme una palabra. Estoy en la esquina donde se juntan los oferentes que venden de todo. Juntos conmigo, otros como yo tampoco han vendido nada. Algunos días se han ido diciendo que por ganas no quedó, yo digo lo mismo por las tardes, pero con más incertidumbre, pienso que puedo escribir más todavía.
No tarda en hablarme el estómago.
Ayer por ejemplo dejé mucho en el tintero y en la noche la tinta se secó y he olvidado aquellas palabras. Pienso en lo que sería de ellas. Resbalaron por la mesa, tal vez alguien las aplastó con la mano o fueron sacadas a puntapiés de la estancia, de la tertulia de una charla de siniestros fantasmas. Quizás en el tintero las palabras hicieron su vida completa, nacieron y murieron como quien calla durante una declaración amorosa. Debieron tener frío mientras yo me quedaba dormido.
Esta mañana escribí un texto muy formal que por un descuido se volvió poema. Uno ignora a qué horas pasa esa paloma, porque no tiene hora. Quieres escribir y te das cuenta que todas las palabras se han ido. Las ves salir y esfumarse. Casi ves cómo se olvidan y desaparecen en el entramado de una cerca o en el burladero de una plaza de toros. Luego escribes las palabras que atrapas con las uñas, con las muelas, con los dientes, con el alma. Y vuelves a escribir un poema. Ya nadie lee poemas de amor y mucho menos los compran.
Ahora, en lo que oscurece, cuento el escaso dinero he imagino lo que podría comprar si hubiese vendido todo y si este dinero que cuento no fuera imaginario. Pues lo que suena en la bolsa son cinco rondanas, falsos centenarios y el fierro que queda de los dedos. Ahora pienso en lo que haré sin dinero.
Trataré de hacer con esa ausencia de dinero un sueño muy ligero, un cuerpo muy delgado, un camino muy largo, unos dedos fugitivos de los huesos, un amontonadero de palabras en un amontonadero de silencios. Sin dinero la imaginación arma su dinero. El dinero no representa poder para quién lo está imaginando y si no compran la palabra es porque no se han dado cuenta que es el poder de una palabra precisa y obediente lo que cambia el mundo y los acontecimientos.
Si tan sólo la gente supiera lo que las palabras dicen, sabría entonces para qué sirven. En la soledad de su habitación la palabra escribe otras palabras. Cuando vendo una palabra me compran muchas, pues tarde que temprano una palabra le habla a las otras y comienza la magia.
Aquí en la esquina tengo esas palabras mágicas, las he vendido a los más viejos que con ese material hicieron su casa, compraron una bicicleta o la cambiaron por un solar baldío para hacer un bosque. Uno qué va a saber del espíritu de fantasía de los ermitaños. Hay quienes viven con una palabra que yo les dije.
He regalado palabras al que pasaba viendo con curiosidad mi figura desgarbada. He hablado de las bondades y las maldades de las palabras. He confesado lo que las palabras saben hacer con quién las escucha, pero también he dicho las veces en que la palabra, una sola, nos cambia, aunque nadie la diga y usted sea el único que la escuche.
Señora… sí, usted señora, a usted le hablo, no sé si usted quiera escucharme. Le vengo ofreciendo mis palabras. Son buenas para explicar y responder algunas preguntas.
Claro, en su compra le regalaré un instructivo para saber cómo usarlas. Incluyó palabras que nadie había dicho, palabras que tal vez nunca ha escuchado en su vida, palabras que no se dijeron pero como si se hubieran dicho, palabras hijas de otras palabras y los abuelitos de ellas, palabras tiernas, palabras familiares, palabras para regalar en los aniversarios y en las navidades.
HASTA PRONTO.