Ella hubiese querido con todo su corazón decir que lo amaba, pero no podía pues no le habían enseñado. Él, luego de algunos años de obstinarse en ver si escuchaba que por alguna razón ella le dijera que lo amaba, ese día decidió fingir que no le interesaba
Sin embargo el señor Martínez -desde esa oscuridad y desde que se casara con la orgullosa hoy señora de Martínez, con la sola sospecha de que lo amaba -trataba de encontrar todos los días un motivo, una razón que le explicara por qué ella no le había dicho que lo amaba. Ella por su parte buscaba lo mismo.
No era como ir al jardín, cortar una flor y decir que ya estaba, que lo amaba. De hecho ella ya lo había intentado muchas veces. El Señor Martínez eso lo asumía y hasta agradecía que ella lo hubiese intentado muchas veces. Pero para ella, conquistar su propio corazón y que de este saliera la palabra perfecta en el momento adecuado, le parecía tan lejano como imposible. No le habían enseñado y no era algo que se comprara con el mandado de la quincena, mucho menos algo que se pudiera pedir fiado. No le decía que lo amaba, pero se lo demostraba, qué más quería el fulano.
Fue cuando él empezó a ignorar el asunto, que ella comenzó a inquietarse. Un día mientras cenaban se acercó ella al oído de él, vio una oreja grande, nunca la había visto como esta aunque la había tenido más cerca, pero lejos de hablarle se volteó de inmediato. Él al sentirla le preguntó qué pasaba, mientras se rascaba la oreja. Y ella le dijo que parecía que él traía algo en el cuello pero que no se preocupara, no era nada. Cuando para el Señor Martínez lo era todo.
Yo que lo escribo pude haber puesto que no fue cierto, pero sé que la realidad es que ella quiso darle un beso y decirle que lo amaba mucho, tal vez demasiado, y que no se preocupara como él se preocupaba, pero no le ha dicho que lo ama porque no se lo enseñaron. En realidad él supo desde que se acercó, que ella, aunque le diera un beso como muchas veces, o como miles de veces, no le diría que lo amaba.
Oscurecía y la tarde invitaba a la confidencia, entonces ella tuvo esa remembranza de todos los días como el primer día cuando se conocieron y pronunció por primera vez en la tarde su apellido “Martínez”. Lo hizo con toda libertad, como no lo había hecho en muchos años y quizás como lo hubo hecho sin darse cuenta todos los días. Él la escuchó decirlo como si lo hubiera escuchado desde su espera. Se sintió dueño de ese apellido y de la boca que lo decía.
El la amaba y lo peor de todo es que sabía que ella también lo amaba, de modo que podía estar tranquilo. Era cuestión de no pensar nada, poner la mente en blanco y dejar que la mirada de ella lo hiciera todo cuando lo miraba.
“Te amo”, dijo ella. Y él, en el restaurante donde ahora cenaban, volteó para todos lados porque pensó que era otra persona la que hablaba, miró a la señora Martínez pero ella mantenía su boca cerrada.
“Sí señor Martínez” le dijo la voz, “no se espante”. Entonces él pudo verla a la cara. “Si lo sabe Dios que lo sepa el mundo”, le dijo ella en un tono clásico para alguien que lo dice por primera vez en la noche.
Los silencios pudieron estar ahí toda la tarde y parte de la noche viendo a los dos como si fuesen dos espejos tratando de adivinarse.
Los Martinez hablaron por primera vez sin mover los labios. Él quiso experimentar y al verla de nuevo a los ojos, sin abrir la boca le dijo que además de amarla también la quería, y ella contestó que no estaba jugando que lo único que quería decirle era que lo amaba, así con los labios cerrados.
Sólo entonces él pudo contestarle desde sus ojos, que él también la amaba y que si no se lo había dicho antes fue porque no le habían enseñado a decirlo con la mirada. Siempre había traído los ojos llenos de lagañas.
Como ella siempre había querido que él, detrás de esos ojos negros le dijera Igualmente que la amaba, cuando eso ocurrió ahí sobre la mesa, sobre los tenedores y una cena despedazada, ella le respondió con mucha ternura acercando sus labios con una voz muy suave…” te amo”.
Para el Señor Martínez ella lo dijo por todas las veces que ella no lo había dicho. Y al darse cuenta que se podía hablar a través de los ojos, quiso decirle con los ojos de nuevo que la amaba, pero notó que afuera estaba lloviendo. Ella entonces le aclaró muy amorosamente que el único lugar donde estaba lloviendo era en sus ojos.
Y era cierto, porque ambos salieron sin paraguas del establecimiento. El mesero que los miraba sabía que eso pasaba todos los días y sin propinas. Y si no lloraba era porque no quería.
HASTA PRONTO.