El hombre aquel vendía sueños para todo el que pasaba. Tenía el recurso del buen sueño para el que lloraba, sueños para el que soñaba, sueños para quienes no soñaban sueños sino espectáculos nocturnos como una pequeña sala cinematográfica, sueños para el que quería reír, para el que quería dormir, sueños para todo y sueños para nada.
Por lo general lo que más pedían a este mondador de sueños, eran sueños en donde se pudiese triunfar. Sueños donde del cielo caen las hojas para los tamales. O limones para las limonadas.
Ofrecía sueños a todo aquel que veía y a quienes por algún motivo no veía o no recordaba haber visto en su extensa vida. Si alguien quería existir y no existía, simplemente lo soñaba. Cualquiera podría ser protagonista de su capacidad onírica. Y como en el país, se le daba eso de ser filántropo con el dinero ajeno.
Era curioso que cuando el soñador te soñaba, él soñaba lo que quería, pero tú tenías libre albedrío al soñar, de tal suerte que si se trataba de fútbol por ejemplo, si llevabas el balón y querías meter gol, tú mismo eras el que defendía la portería en una contradicción. Él, pudiendo hacerlo no se metía. Durante el sueño, uno tenía la capacidad de hacer esa transgresión. Eran como meterse un autogol. Te arreglabas tú mismo y sabías si metías el gol o lo fallabas, si cometías el delito y luego te arrepentías, y por último, no había manera de saber si soñabas o podrías enmendar tu vida.
Llegaba gente que provenía de sitios donde no se vivía, sino sólo se soñaba, entonces les vendía sueños que los pusiera a soñar en una cotidianidad demasiado cotidiana, en el entendido muy claro de que el hoy es hoy y no mañana, y que los sueños sueños son Calderón de la barca.
Vendía sueños una o dos veces por semana en el mercado de la ciudad, el resto de la semana lo dedicaba a cantar, lo dedicaba a reír y lo dedicaba a soñar más que nada, recuperar los sueños que vendería en la siguiente semana. Pronto notó que se estaba haciendo inmensamente rico, lo cual no le molestaba.
Hace no muchos años se dio cuenta que las podía. Así que comenzó a reproducir sueños en una empresa pequeña. Comenzó a subirse a la tarima, a decir lo que sabía explicar, lo que había atrás de esa república enigmática de los sueños.
Los sueños podrían ser todo lo espectacular que quisieran ver. Los sueños más bonitos, los más descriptivos; pero no valía nada si no se podían descifrar.
Por eso comenzó a mondar sueños que significaran todo lo contrario, que fueran lo contrario a lo que el sujeto siempre había deseado, lo que en la infancia le hubiese perturbado. Cosas extraordinarias, monstruosas, que le diera miedo y que aclarara en la mente todos aquellos sufrimientos que hubiese tenido desde niño.
De ese modo, al ver que no se había cumplido su sueño, cuando el sujeto despertaba, en lugar de reclamar al mondador de sueños por haber soñado todo lo contrario, pedía soñar ese mismo sueño. Durante el sueño, como en la vida, el sufrimiento es parte de la alegría. Pues una sin la otra no se comprenden. Entre más sufrimiento mayor alegría.
Durante su vida el mondador de sueños había conocido a muchos soñadores. Soñadores que sabían soñar sueños de otros, sueños extensos, muy largos que duraban años. O sueños más cortos que un segundo. Sueños más bonitos que los de él, mejores sueños, más robustos y más profundos. Sin embargo, que él recordara no había conocido a ningún personaje que no soñara. Hasta que se le plantó éste que ahora lo miraba de frente.
Al mondador no le molestaba que este hombre lo mirara, le molestaba que lo viera con indiferencia, que no le pidiera un sueño, que no se los arrebatara como hacen otros cuando lo veían que llegaba con su ristra de sueños despertándose, a la entrada del mercado.
Ante el silencio estremecedor que siguió a todo esto, para cualquiera era muy fácil saber lo que estaba pasando. El hombre que no soñaba, sencillamente estaba dormido; el mondador de sueños simplemente había despertado y estaba soñando.
HASTA PRONTO.