El hombre aquel fumaba y el
humo se esparcía en todos
sus alrededores. Fumaba
todo el día, de modo que no le
daba chance al humo de descansar
un rato y desaburrirse de
verlo todo el día con el cigarro.
Sin embargo el humo en
cuanto sale se esparce. Hijo de
una nube, el humo hace llorar
al más fuerte de los hombres.
Entonces los ojos llueven su melancólica
y falsa llovizna atrás de
los cristales de una cafetería.
El humo de un cigarro cubre
la totalidad de una casa y cabe
en el puño de una mano. Se
exhala y el humo de la boca, al
mismo tiempo, sale por los chacuacos
de las fábricas y cubre las
pequeñas y las grandes ciudades.
No en balde el humo extinguió a
los dinosaurios. Y es cierto que el
agua también bebe el humo que
aspiramos.
Confundido entre los argonautas,
el humo escoge los
orificios más estratégicos para
evadirse del sistema del aire.
Pero el aire lo sigue hasta que
desaparece. Puede seguir a un
ferrocarril o ir atrás de un tráiler.
Alguien sopla y enciende una
fogata, mete las manos a la bolsa
y saca otro cigarro. Como un mago
el humo inventa un sombrero
y no sabe para qué diablos, cera
para que le eche aire. El humo
invita otro cigarro al fumador
empedernido. Su comida, a veces,
sólo es una cortina de humo.
El fumador que conoce el
juego sabe que lleva mano y en la
mano un cigarro. Luego lo apaña
entre los dedos. Lo lástima,
casi lo adhiere a su sangre, a sus
pulmones de helio. El cigarro casi
humano besa las comisuras de
los labios.
Enseguida el escritor narra
cómo el sujeto aquel, desinhibido,
enciende el cigarrillo al más
puro estilo de la época de oro
del cine mexicano. En la figura
de una gabardina el humo es un
anuncio en una marquesina, una
bomba atómica, un pequeño
escándalo de los señores de junto
que prenden el abanico. Los demás
corren como si se estuviera
quemando el cine Avenida.
El humo comienza a confundirse
con las sombras de la noche
y con la gente, pero lo riegan las
luces y se espolvorea en el aire
en un juego de risas y fantasías,
de exóticas miradas, de feria. Es
la farándula de banqueta entre
palomas nocturnas que atraviesan
un faro de niebla. El hombre
entonces vuelve a su barco de
vapor en la noche del humo.
Duerme con el último cigarro
en el océano de un hotel muy
céntrico y profano.
Sin embargo el humo escape y
se presenta en donde está por salir
una lata de tamales. La señora
de la casa lo avienta con la mano,
lo hace un lado, lo espabila. Es
domingo como para no ver claro.
Es cosa de que el humo quiera
para que a la señora se le nuble la
mirada. Pero esta vez, la señora,
de un manotazo lo hace un lado,
lo acorrala, lo envuelve, lo hace
papel, lo quema de nuevo.
Y el humo que sale se adhiere
a la ropa. El aroma es lo que
sigue del humo de una señora en
la cocina. El humo se enamora
de la piromaniaca que encendió
la hoguera. Ha de ser mediodía
y todos traen un hambre de la
tostada.
Desde la chimenea, el humo
en su oficio de cortina ve la ciudad
tranquila. Abajo en el pueblo
pasa un hombre tosiendo. Hay
un hombre de Coppel atrás de
un poste. Alguien dejó una bolsa
de basura colgando de un árbol.
No está el perro donde siempre
había un perro para describirlo.
El hombre que fuma ve cómo
el humo que salió de su boca
penetra en el fondo de sus ojos,
que es el mismo fondo lloroso de
la calle. Por un momento todo
el pueblo se llena de humo, en lo
que otro tanto de humo sale de
sus fosas nasales.
HASTA PRONTO.