Feminicidio no es una palabra que
forme parte del léxico de López
Obrador a pesar de que ha sido un
hombre sensible a los temas de equidad
de género o derechos de las mujeres.
Hace 19 años, en el 2000, mucho antes de
que nos acostumbráramos a la palabra,
AMLO presentó con orgullo un gabinete
paritario (ocho hombres y ocho mujeres)
para hacerse cargo de la Ciudad de México.
Algo todavía inusual en los usos y costumbres
de la burocracia de ese momento.
Y a diferencia de las hipócritas cuotas
de equidad de género que se pusieron de
moda en las campañas electorales y en
el Congreso, que suelen revertirse con el
tiempo, al terminar su sexenio la mitad
de las carteras estaban presididas por
una mujer. Algo similar ha hecho con el
gabinete federal que conduce los destinos
de la 4T. Por lo demás, ha insistido que los
recursos destinados a las familias sean
entregados a las madres, y prácticamente
ha convertido en directriz que sea una
mujer la tesorera a cargo de las partidas
destinadas a comités en barrios y
escuelas. Una y otra vez ha dicho que las
mujeres son notoriamente más honestas
que los hombres. No es casual que en
oficialías claves, en la secretaría de la
Función Pública y en general en tareas
de supervisión de recursos económicos
suela preferir a una mujer. Tampoco tengo
duda de que si de él dependiera en este
momento, le encantaría que su sucesor
fuera Claudia Sheinbaum.
Y, sin embargo, se le sigue saliendo un
“mi reina”, o algo similar, para dirigirse
a una reportera o a una joven que lo
interpela, lo cual invoca toda la carga
misógina que arrastra un apelativo que
nunca usaría frente a un reportero. Si
bien su tono es paternal, sin asomo de
coquetería, y remite a usos tradicionales y
familiares en la región de la que procede
o la generación a la que pertenece, a estas
alturas de la vida tendría que saber que
este tipo de expresiones entrañan una
condescendencia y un verticalismo que
resulta ofensivo.
Feminicidios han existido siempre,
aun cuando no se usara la palabra. Pero
es cierto que el carácter endémico que ha
adquirido en los últimos tiempos en países
como el nuestro, ha sido resultado de la
progresiva (aunque desde luego insuficiente)
emancipación de la mujer en términos
económicos, sociales y sexuales y la
resistencia machista a aceptar el cambio.
Hace veinte años muchos de los
asesinatos de hoy no habrían tenido lugar,
simplemente porque tras una golpiza
la mujer que intentaba sacudirse una
pareja indeseada habría sido sometida.
Actualmente muchas consiguen con éxito
emanciparse de una relación nociva,
pero en promedio cada día diez de ellas
terminan perdiendo la vida en el intento.
Una situación inaceptable, por donde se
le mire.
Es cierto que la cuota de asesinatos
asciende a 35 mil al año, a razón de cien
diarios, la mayoría originados por actividades
vinculadas al crimen organizado,
una cifra que hace palidecer cualquier
otro fenómeno. Pero en este caso, el de
los feminicidios, trasciende una cuestión
estadística para convertirse en una tragedia
insoportable, una enfermedad social
inadmisible. Se trata de crímenes de odio
en contra de víctimas cuyo único delito
es negarse a ser propiedad de un hombre
abusivo.
Quizá López Obrador observe el
problema como un capítulo de la espiral
de violencia e inseguridad pública que
vive el país y asume que no está escatimando
esfuerzos para atacar el problema
en su conjunto (entre ellos su ambicioso
proyecto de una Guardia Nacional o su
obsesiva reunión de 6 a 7 de la mañana al
respecto todos los días).
Pero le ha faltado sensibilidad o no le
ha dedicado el tiempo para entender la
importancia de este tema. El feminicidio
no forma parte de la agenda de reivindicaciones
que le son naturales, pese a la
sensibilidad que le ha caracterizado para
solidarizarse con las víctimas de la injusticia
y la miseria y con sectores vulnerables
como ancianos, jóvenes y mujeres en
general.
Si bien es cierto que el clima de
inseguridad es un caldo de cultivo que
favorece los crímenes de género, el fenómeno
en sí mismo requiere de medidas
puntuales que no pasan solamente por
el combate al crimen organizado o el
mejoramiento del sistema de justicia en
lo general.
Hace unos días López Obrador
externó en la Mañanera declaraciones
demasiado genéricas sobre el problema,
en momentos en que el asesinato de
Ingrid Escamilla, particularmente salvaje,
ha enardecido a la opinión pública. Y
no mejoró cuando describió como una
manipulación de sus adversarios el vuelo
que se le ha dado a las manifestaciones
de protesta de grupos feministas. Menos
aún cuando, un poco harto del asunto,
presentó días más tarde un decálogo de
principios con relación al tema. Se trató
de una serie de máximas vagas e incluso
repetitivas, que no entrañan ninguna
acción o política pública y con la cual el
presidente pretendió zanjar en definitiva
el problema (1 Estoy en contra de la violencia
contra la mujer; 2 Se debe proteger
la vida de hombres y mujeres; 3 Es una
cobardía agredir a la mujer; 4 El machismo
es un anacronismo; 5 Se tiene que
respetar a las mujeres; 6 No a las agresiones
a las mujeres; 7 No a los crímenes de
odio en contra de las mujeres; 8 Castigo
a los responsables; 9 El gobierno siempre
debe garantizar la seguridad de las mujeres;
10 Nuestro compromiso es garantizar
la paz y seguridad de México). En suma un
planteamiento que parece improvisado,
sacado de la manga, poco reflexionado
(la mitad de los incisos son reiteraciones
del mismo deseo). Algo que a juicio de
sus críticos muestra que el tema no le
ha merecido ni una fracción del tiempo
dedicado a tratar de deshacerse del avión
presidencial, por ejemplo.