Soy poeta y no lo puedo
evitar. Soy el niño en
mis brazos, el que se
ha quedado sin un reclamo
con un pequeño llanto y un
puño de palabras. Después
todo ha sido silencio, algunas
palabras que el público no
esperaba y luego comencé
a decir un poema que no he
terminado.
En el foro de la ciudad, en
la nube bíblica, en el ágora
pública, bajo las columnas
góticas y corinthians, las
palabras para mí son todavía
un desdoblamiento, un
encuentro tumultuoso a veces,
pero a veces un sitio solitario,
necesariamente desolado.
Escribimos cuando no
queda de otra más que
apersonarse en el fondo de
las cosas que pueden ser una
pelota, un juguete de niño, el
recurso salvaje de un hombre
desesperado, una canción
nocturna, un perro ladrando,
una casa abandonada el
último verano, la primera
sonrisa, el llanto profundo de
una mujer triste, el amor de
la vida, el sueño acariciado,
el último grito de la moda, la
canción profana y el silencio
mustio de la aurora
Duermo a la orilla de un
soplo, en la esquina de la
mujer que me habla en el
cabello largo de la almohada
y despierto en otra vida casi
siempre despertando como
un niño y voy creciendo hacia
la tarde hasta que agotado
me encuentre en cualquier
calle y me devuelva con los
ojos cerrados al vientre de la
noche.
Nunca dije las palabras,
ellas me hablaron, yo sólo
fui el eco de las paredes, el
alumbrado público escrito en
una hoja encontrada en una
botella. Bebí el vino. Ahí venía
ya la fecha con mi nombre, el
sitio donde debía encontrar
un trago de agua y un gato
negro. Era el principio del
fin del mundo y antes que yo
todos lo sabían. Fui el único
ignorante que no corrió
cuando todos corrieron.
Huyendo voy llegando
a dónde mismo. Vengo de
donde vine. Veo a quienes
me dijeron ve, los volví a
encontrar y son otros y son
los mismos, como dedos en
las manos. Los cuento otra
vez con Pitágoras. Digo que
son 10, que es un tumulto,
que no hay nadie, que es
poesía en el aire, en el viento
que es un soplo de humo
el cabello. Es viento que se
enreda en los pinos, subiendo
la loma del muerto en Ciudad
Victoria.
Antes que el ruido, las
voces de los coches no
llevan comas en una hilera
de párrafos, en cada esquina
cambian de tema y es una
vuelta de hoja el semáforo.
Escribo en los altos, en el hilo
verde de las veredas, en el sol
amarillo que me encandila, en
las palabras atropelladas por
las llantas rápidas.
Antes de llegar a la esquina
de 8 Hidalgo pienso y lo
desolada que pudiera ser la
ciudad si no hubiese palabras
con que nombrarla. Escribo
esquina y doy vuelta junto
con dos personas. Atrás de
todo viene otra. Todos vamos
persiguiendo a una persona.
Caminamos sobre una carta
anónima. La ciudad es la
ópera prima donde todos
cantan al mismo tiempo una
canción distinta, antes de
descubrir la farsa.
En la redacción alguien
llama a la puerta. Se asoma
por la ventana, arroja una
piedra a la oscuridad palpable.
Adentro quien escribe es
invisible. Pero el lápiz con el
que escribes es imborrable,
tinta indeleble, lápiz labial
rojo sangre, arena revuelta en
el agua salada, nostalgia de
sirena palabra por palabra.
Escribo sobre madera
con una navaja. Describo
el océano donde navega un
barco que me lleva lejos. Un
carro entre los baches. No
puedo evitar ser poeta a las
3 de la tarde. Me he quedado
con las palabras de todos los
que callaron. Hacemos mucho
ruido y guardamos silencio en
donde se guardan todos los
silencios, donde los silencios
también son palabras. Y
entonces el semáforo cambia
del rojo al verde y escribo que
escribo todo esto en el aire.
HASTA PRONTO