“Ruedan calle abajo los viejos almanaques, se van descolgando del aire de las ventanas que vio cuando un hombre se rasuraba y una mujer planchaba la ropa en el hotel Victoria a la intemperie de los años 20s.”
Pasa el viento con tanta fuerza como si viniese de muy lejos. Pasa febrero y es como si viniese de lejos, del punto infinito en donde se originan los vientos. De la boca del lobo.
Al asomarse por la calle la gente conoce la acera donde no da el viento con tierra para los ojos. Escoge la ciudad que no lo despeina, que no le arrebata el sombrero.
Desde la orilla del camino se observa cómo pasa el tiempo en los objetos que se usaron. Ruedan calle abajo los viejos almanaques, se van descolgando del aire de las ventanas que vio cuando un hombre se rasuraba y una mujer planchaba la ropa en el hotel Victoria a la intemperie de los años 20s.
En las calles del centro y en ciertos bulevares el pavimento pasa por abajo de los papeles. En el arroyo, como un pequeño cordón, el agua anhelada pasa sonriendo y brilla con el sol en la garganta de la boca sedienta.
Las láminas vibran en los techos y recogen el sonido de antiguos tambores del cielo, los anuncios de los refrescos bailan e intentan la última manera de soltarse de los días inclementes.
El viento que en la mañana fue norte a mediodía viene del este y recoge la falda de las mujeres. Atrás vienen todas las nubes que se desvelaron, que no pasaron anoche entre las luces de los carros. Los vientos que se encuentran danzan en pequeños remolinos y se resuelven en las orillas de los patios, en los rincones insospechados del olvido del carnaval y sus aniversarios.
Ahí van las palabras que se dijeron. Adiós dijeron. Nada ganaron con decir todo. Pasan en el aire transparente, en el recuerdo de una temporada de invierno.
Le dicen febrero loco. Es un mundo de locos. Es como cuando todo está en calma y nadie espera que ladre un perro y llueve nada más para escuchar el ladrido. Sí febrero está loco nosotros tampoco. Hay gente sin camisa arriba de un techo, viendo cómo cae la última hoja.
El viento hace correr más recio a las personas tropezar, caer más pronto, elevar una papalote mientras masca un chicle y le hace la parada al micro, del 12 por 16, que pasa por el centro.
Parece que va a llover y no llueve. La mañana trajo el impermeable, la última chamarra, el haber corrido una cuadra sólo para usted vea qué ocurre en un año bisiesto.
Las frecuencias de la radio se confunden en el espacio con el sonido del altavoz de un centro comercial. La señorita que habla quiere que usted compre todo antes de que el mundo se acabe. Pero el mundo nomás para contradecirla no se acaba. En la calle siguen pasando los carros con los vidrios cerrados para que no pase nada.
Los días sin embargo avanzan como un tren y silvan entre el follaje de las últimas casas del mes. El viento sopla el último frío de este invierno, pero también comienza a no ser tan frío. Y hay quien cumple años cada 4 años bisiesto, comienzan a salir las aves a las copas de los árboles.
Estamos aquí abajo del cielo, es un año del mes de febrero en un año bisiesto de 1920. Mientras recogía el sombrero pasó el tiempo. Me devolví porque se me quemaban los frijoles y pasó el tiempo. Hicimos tiempo durante un partido de fútbol y lo guardamos en los bolsillos de los pantalones. Llegué a tiempo porque vine corriendo. Este es mi año el 2020 y no creo que hayan pasado 100 años.
Aunque extraña que los niños ya no eleven un papalote, ni los adultos se vean a los ojos para hablar sin voces; hoy se anuncian con un timbre digital desde una pantalla donde también puede que ocurra un año bisiesto, con riesgo de que llegue un duende y borré con un dedo en el espacio el 29 de febrero.
HASTA PRONTO.