“ No pudo tomarlo de la mano para despedirse. Toda la piel de su cuerpo, estaba cubierta de un material médico para evitar infecciones en los músculos y tendones expuestos”
El hombre estaba inerte. Tenía varios días, desahuciado por la ciencia médica. Había recibido un flamazo por la explosión de un tanque de diesel, mientras trabajaba en la parcela de su rancho en Reynosa, Tamaulipas. Salió del percance, con quemaduras en el 90 porciento de su cuerpo. Sus familiares, ante la gravedad del paciente, habían decidido llevarlo a atenderse a una clínica de Mc Allen, Texas.
Los doctores, sólo esperaban el deceso.
Así lo habían comunicado a su gente.
Una noche, llegó el hermano mayor suyo. Era un empresario, en ascenso en la vida económica de Tamaulipas y del país. Vestía de kaki y sombrero de lana. Vio al herido, habló con él –no se sabe si lo escuchó, porque estaba sin sentido–, preguntó al personal médico de las posibilidades de sobrevivencia del paciente.
Recibió un pinchazo en el corazón.
Le dijeron:
“Sólo un milagro, puede rescatarlo de la muerte”.
No pudo tomarlo de la mano para despedirse. Toda la piel de su cuerpo, estaba cubierta de un material médico para evitar infecciones en los músculos y tendones expuestos.
De regreso a Reynosa, caviló a profundidad.
¿Qué estaba pasando? De un tiempo a la fecha, había enfrentado complicadas vicisitudes. Desde obstáculos para sus empresas, hasta agobios familiares como el que ese día enfrentaba.
Hombre profundamente supersticioso, -Ramiro Garza Cantú- ató cabos. Se percató que desde aquel día en que el Presidente de la república Adolfo López Mateos, le regalara una pluma de oro macizo con una bella dedicatoria labrada en su costado, el mundo y la suerte le habían sido adversos. Sacó de su bolsillo, el bolígrafo, y justo cuando cruzaba el puente Internacional, la lanzó al río Bravo con una exclamación liberadora.
-¡A la chingada!
Con un suspiro que pareció racionalizar sus conflictos, llegó a su bien amada Reynosa.
Fue entonces, que se dio cuenta de sus filosa intuición.
Por la mañana, el médico que atendía a Rigoberto Garza Cantú le llamó por teléfono.
Dijo a Ramiro:
-Don Rigoberto, salió de su estado crítico. Está fuera de peligro.
En un modesto cuarto de un hotel de ciudad Victoria, había un altar. Estaba acondicionado para ello. Nadie entraba; solo la esotérica y el doctor. Hierbas, veladoras, aguas de diferente procedencia, tierra de panteón, listones rojos y negros. Era un espacio penumbroso.
Sobre ese cúmulo de objetos mágicos, la fotografía –de cabeza– de uno de los precandidatos más fuertes a la gubernatura de Tamaulipas: Homero de la Garza.
Cada tres días, la dama mística, realizaba rituales para –según decía– con desconocidas fuerzas, debilitar la carrera política del personaje del retrato. Rezaba, exhalaba cánticos en un dialecto desconocido y lanzaba bocanadas de humo a la figura del precandidato priista vigilada por la mirada de otros personajes infaltables en la tarea del esoterismo: Pancho Villa y el Niño Fidencio.
La mayoría de los días en que la dama realizaba esos trabajos, la acompañaba el doctor que pretendía asegurar la candidatura al gobierno de Tamaulipas que su amigo el ingeniero gobernador, ya le había prometido.
Los ritos mágicos, tenían el objetivo de que ninguno de los otros precandidatos, le hiciera problema al momento de la postulación. El ex Secretario de Salud, deseaba un proceso interno terso y sin turbulencias.
Así fue.
Una de las personas más felices en el registro de la candidatura del doctor, fue su asesora espiritual. Ahí mismo, se abrazaron afectuosamente.
¿Qué pasó en esos casos?
No hay explicaciones racionales.
Sí consideraciones: la fe, es uno de los más grandes motores de la humanidad.