Hace unos años Ricardo
Raphael se encontró lo que
para cualquier periodista habría
sido la veta de oro más apetecida,
el número ganador del boleto del
avión presidencial, para ponerlo en
términos más actuales: un hombre
desde la cárcel decía ser uno de los
fundadores de los Zetas, a quien se
creía muerto, y estaba dispuesto a
revelar todos sus secretos.
Como buen periodista que es,
Raphael se zambulló de brazos abiertos
en el corazón de las tinieblas. Durante
más de un año, cada miércoles, acudió
puntualmente a lo que se convirtió en
un destilado de horrores. Semana a
semana Ricardo se fue llenando de sangre,
cuerpos desmembrados, secretos
inconfesados, un inventario puntual y
desde abajo de cómo se fue pudriendo
eso que ahora nos tiene con más de
200 mil muertos.
El llamado Zeta 9, Galdino Mellado
Cruz, parecía saberlo todo, había estado
en todos lados. Una especie de Forrest
Gump de los infiernos. Lo mismo había
sido protagonista de los feminicidios en
Juárez y miembro del cártel de Tepito,
que ahijado del Mocha Orejas Ríos Galindo,
pasando por todos los capítulos
importantes de la historia de los Zetas,
desde su entrenamiento en USA, hasta
sicario de Osiel Cárdenas y brazo derecho
de Heriberto Lazcano.
Era tan increíble la cantidad de confesiones
y secretos que comenzó a ser
eso, increíble. A partir de ese momento
Raphael se dio cuenta que el tema
no iba a ser cómo sacar mineral de la
mina de información que representaba
el Zeta, sino dilucidar cuánto de ese
mineral era bueno. O peor aun, si valía
algo. ¿Estaba ante la más valiosa garganta
profunda del crimen organizado
jamás encontrada, capaz de develar los
misterios nunca antes dichos? ¿O frente
a un embustero de talento descomunal
que deseaba utilizar al periodista
para protegerse y eventualmente para
extorsionarlo?
Casi cinco años después de ese
dilema, el autor nos entrega El Hijo de
la Guerra (Seix Barral). Tras 444 páginas
uno se encuentra con el dilema de
decidir qué es exactamente lo que leyó:
¿una apasionante novela negra o una
magistral crónica periodista? Y es que
este relato es el mejor reportaje que se
haya escrito sobre el mundo interior de
los Zetas; y cuando digo interior no solo
me refiero a la antropología de la comunidad
sino también de sus corazones,
sus temores o sus pesadillas. ¿Qué
pasa por la mente de un sicario que
acribilla a una docena de jóvenes o degüella
a un ex compañero? ¿Cómo hace
para seguir viviendo consigo mismo?.
El testimonio de Galdino nos lo explica.
Como también nos explica la manera
en que fue el Estado el instrumento que
creó a los Zetas, un frankenstain que se
volvió incontrolable.
Pero a ratos, a mitad de una página
surge la duda: quizá todo es inventado
y no se trata más que de una adictiva
novela de aventuras siniestras a partir
de sucesos dramatizados por nuestro
personaje. Una duda que incomoda
a mitad de la lectura pero al final
termina convertida en el mayor de los
incentivos para devorar el libro.
Y es que estas dos posibles lecturas,
reportaje o novela, encierran
a su vez una tercera. El relato de un
personaje, el periodista, en proceso
de descubrir una historia. Las narraciones
del Z9 son tan apasionantes
como el vía crucis del propio investigador
para documentar paso a paso
qué es verdadero, qué es una exageración
o qué es falso. Y digo que esto
es apasionante porque no se trata de
un proceso racional, sino vivencial.
Los dos, sicario y periodista, terminan
afectándose mutuamente, a medida
que se van midiendo, provocándose y
retándose, cada cual con el propósito
de conseguir lo que se propone.
Este es pues un libro de las multiplicidades.
No solo porque son varios
en uno, sino porque nacen del testimonio
de un personaje que a lo largo
de las páginas acabamos por entender
que no es uno, sino una multitud.
Me recuerda a las crónicas de los
viajeros de Indias, que describían en
calidad de testigo no solo aquello que
personalmente vieron sino también
aquello que sus colegas les relataron
y que dan como vistas. Galdino, está
claro, no pudo haber estado en todas
las escenas que nos describe como
propias, pero eso no asegura que no
haya sucedido como él dice. En ese
sentido, hay partes del testimonio de
Galdino que no son reales, pero son
verdaderas.
Estos días he estado viendo la serie
de Narcos México, en el que Diego
Luna hace de Diego Luna e intenta
convencernos de que es Miguel Félix
Gallardo. La serie está basada en
hechos y personajes reales, pero son
tan evidente los clichés a los que se
recurre una y otra vez para convencernos
de que es real, que termina
por parecernos artificioso. Todo lo
contrario de los relatos recogidos por
RR en su novela de no ficción. Puede
no haber sucedido en esa casa lo que
él relata, pero no tenemos duda de
que las frases, las actitudes y la perfecta
disposición de cada uno de los
involucrados en la escena es absolutamente
fidedigna. En Narcos lo que
vemos son hechos reales expresados
en relatos ficticios; mientras que en
Hijo de la Guerra vemos relatos reales
y ficticios que remiten a hechos reales.
En ese sentido, como Jorge Volpi
con su novela sobre Florance Cassez o
Enrique Serna sobre el periodista Carlos
Denigri, Ricardo Raphael escribe
la suya para explicarnos bien a bien
qué es lo que está sucediendo.
www.jorgezepeda.net