Ya que transcurrió el día de homenajes y reconocimiento a las mujeres, quiero recordar a mi heroína de siempre. Sea a la abuela bondadosa e incansable.
La adoré en vida y la sigo adorando en el recuerdo. Es de las imágenes que ni en el sueño se borran. Ahí aparece, (en las situaciones más inesperadas que suelen poblar el estado nocturno ajeno a la realidad), haciendo un guiño para recibir la siguiente y todas las mañanas, con alegría y esperanza.
Yo digo que las abuelas son una bendición para las almas en pena que transitamos por un mundo, donde los pecados capitales se convierten en práctica común de quienes hicieron de la hipocresía, su forma de existencia.
Sin mujeres como ella, las familias se pierden, distancian o desaparecen.
Recuerdo el día en que la sepultamos. Ahí estuvimos sus nietos, entonces algunos no comprendimos la trascendencia de su desaparición. Después lo supimos, cuando empezamos a sentir su ausencia.
Ya son muchos años, pero su voz, su rostro y sus gestos son los mismos. Así la veo y escucho al reflexionar en la soledad, sobre la jornada cotidiana.
La tengo presente, por ejemplo, aquella noche de un doce de diciembre cualquiera:
”¡Ya es hora hijo, vámonos!”. Era la voz de la abuela quien antes del amanecer ordenaba acudir al santuario a cantar “las mañanitas” a la virgen de Guadalupe. Yo la acompañaba y eso me hacía uno de sus favoritos, ante el resto de mis primos que permanecían dormidos, inventaban cansancio o simplemente se negaban.
Acudir a la iglesia ubicada en uno de los cerros cercanos representaba un sacrificio, porque significaban largas horas con la desvelada a cuestas y un frío que calaba hasta los huesos, porque ha de saber, es costumbre que por tales fechas lleguen “los nortes”.
Durante el recorrido de unos cuatro kilómetros iba yo temblando mientras la abuela caminaba erguida, movida por su fe, y convencida de que el esfuerzo valía la pena. Inútil decir que la familia es católica y procura cumplir con los mandatos divinos. Por supuesto la virgen morena siempre fue y sigue siendo la consentida.
Y aunque usted no lo crea, el escribidor es guadalupano de corazón y no solo por la virgen, sino porque la abuela llevó el mismo nombre. Tal vez eso basta.
Esa noche de diciembre, yo seguía a la bendita mujer por las desiertas calles, ella silenciosa, de paso suave pero firme, con su silueta recortaba a la débil luz de los faroles.
En veces hablaba de cosas que todavía yo no entendía, por ejemplo de sus hijos: que Raúl, el más grande, no debería tener más familia o que Manuel el más pequeño, debía regresar a la escuela. “La vida sin estudios es muy dura, eso ustedes lo deben saber antes de que sea tarde”, decía, y yo con mis pocos años no tenía más remedio que secundar su preocupación, mientras, seguíamos caminando rumbo al santuario.
Mi abuela llegó del campo, viuda y con cinco críos, (de los que respeto omito sus nombres reales), el mayor de diez y ocho años. Margarita que recién cumplía diez y siete no la siguió, decidió casarse y residir en una comunidad de la costa que distaba de la ciudad unos 180 kilómetros. Era la región cercana al mar de donde procedía la familia que para sobrevivir recogía sal en costales que vendía a intermediarios, y los más grandecitos, Raúl, Mario y Agapito cazaban, pescaban, cultivaban para consumo familiar y cuidaban el escaso ganado.
Y un día decidió salir, a buscar mejor destino para sus hijos, aunque alguna vez confesó, también por diferencias con los hermanos de mi abuelo desaparecido, que al verla sola, reclamaron y se adueñaron del patrimonio familiar, aunque algo salvó que sirvió para comprar un terreno al norte de la ciudad, al lado de la acequia conductora del agua que bajaba de “la Peñita” y regaba los cultivos y huertas del lugar.
Ahí marcó colindancias para que sus hijos no batallaran cuando decidieran formar sus familias.
Acá en la ciudad los varones aprendieron diversos oficios que mucho les sirvió cuando decidieron independizarse, logrando el éxito deseado. Uno de ellos, el más joven, pudo estudiar convirtiéndose en prestigiado profesionista de la educación.
Recuerdo la boda de Mario, uno de mis tíos, yo nunca había estado en una. Aquel arco de flores blancas, la enramada y piso de tierra que con otros dos primos me tocó regar apenas amaneciendo. Hubo música casi todo el día porque el padre de la novia tocaba el acordeón y en el bajo sexto se hacía acompañar por un amigo. Creo que solo descansaron a la hora de comer aquellos guisados que mi abuela y su consuegra tan bien sabían preparar.
Claro que la fecha fue de fiesta para los menores que competíamos sobre quien tomaba más refrescos y comía más asado. Inolvidable el festejo en verdad.
Volvamos a noche de aquel 12 de diciembre… seguimos caminando mi abuela y yo, mientras “el norte” arreciaba. El frío entumía pero no parábamos. Ella Iba de prisa como siempre, para llegar cuanto antes a su cita con la virgen. “Ya me siento vieja y cansada, a lo mejor el otro año ya no puedo venir…me duelen los pies, siento que se me congelan”, decía, pero infatigable seguía.
“Llegando te compro un café con unos tamalitos, yo también quiero comer algo pa’ aguantar el resto de la noche”. Y cumplía, ella nunca dijo mentiras.
Después de los tamalitos y el café, logramos colarnos al interior de la iglesia, para esos momentos repleta y cantos que ensordecían. Apenas unos minutos y algo me sucedió, tal vez por el humo de las velas o el encierro que no permitía circular el aire. Sentí que me ahogaba, todo daba vueltas y caí.
Alguien me cargó y sacó al jardín, después me dieron a oler un algodón con alcohol y tomé agua.
Todos eran extraños, solo veía a la abuela que me abrazaba con la generosa ternura que ella obsequiaba sin límites.
Ya recuperado, seguí en el jardín, pero bien cubierto por una manta que alguien nos prestó, hasta que mi abue regresó, tras cumplir su compromiso con la virgen.
Entonces emprendimos el regreso, despacio, ya sin prisa. Reía mucho y hablaba de la guadalupana. Eso me gustaba.
Ella murió hace muchos años pero la sigo extrañando. En ocasiones voy al panteón y en su tumba la imagino solo dormida, con esa sonrisa que nunca olvidaré.
Ahora que la mujer retoma su importancia en la conducción del mundo, quise recordar a mi abuela que sin buscar reconocimientos ni homenajes, simplemente dedicó la vida a velar por su familia.
Han de disculpar.
Y hasta la próxima.