Hay personas para quienes el confinamiento les da lo mismo, pues están
acostumbradas a ello. Personas que normalmente no salen ni
a la esquina de su casa y no precisamente se dice que padezcan algún trastorno sino simplemente no quieren salir y no salen.
Trabajan adentro y se asoman afuera por si viene alguien y nadie viene. Cuando viene alguien no se dan cuenta, tampoco hay el que pregunta. Entonces uno solo se pregunta y a veces se responde o se tira a Lucas junto con la ocurrencia.
Son pintores, escritores, artesanos y orfebres, legionarios de esa nación extranjera que es el arte. Pero también son abuelos intactos que un día fueron mercaderes y encuentran en el encierro la compensación de sus zapatos desgarrados que ahora parecen nuevos.
Así como tenemos derecho para permanecer callados hasta que llegue un abogado, así también tenemos derecho a permanecer en nuestras casas y ser inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Por lo general lo único que se demuestra es que no te has bañado o que llevas mucho tiempo ahí sentado leyendo el mismo libro de hace años.
Afuera puedes correr todo lo que quieras ante un problema y hay quien te alcance si quisiera. Adentro batallas para sobrevivir al alcance de la mano de cualquiera que quiera echartea el guante o simplemente quiere encontrarte. Para estas fechas ya tienes bien quemados los lugares en donde te escondes, en cuál ventana disimulas no existir y ser tan transparente como el aire.
Sin darte cuenta eres tu médico de cabecera, el padre de dolores, el cura que saca demonios, el crítico más irresponsable y tendencioso, el borracho y el policia al mismo tiempo y te sobra tiempo, eres el profe, el alumno, el aprendiz de todo sin mucho esfuerzo.
Eso sí, a todos los que eres, los tienes amenazados por si confiesan algo de lo que dijiste. Sin importar que por intrascendentes los asuntos sean olvidados al minuto siguiente. Sin haberlos pensado.