Este año, el 2020 será recordado
como el año del Covid-19, de la
paralización económica, el desempleo, el empobrecimiento. También
será el año del cambio, empezando
por la ruptura de la ortodoxia económica, de cuestionar una relación
con la naturaleza que nos lleva a la
autodestrucción y por obligarnos a
repensar en que es lo realmente importante y necesario.
Es el año de la gran derrota del
mercado que debería habernos proporcionado seguridad y bienestar; una
relación sana con la naturaleza y un
consumo racional y, sobre todo una
senda de convivencia sana entre seres
humanos.
El mercado fue el gran destructor de las capacidades productivas
autónomas de la gran mayoría de la
población; obligó al sacrificio de la
pequeña producción convencional
dispersa en el altar de la supervivencia
del más fuerte y del desprecio al de
menor productividad. Y al hundir a los
tecnológicamente rezagados destruyó las principales fuentes de empleo;
los medios de vida de la mayoría de
la población. A los antiguos pequeños
productores los convirtió en pobres e
informales; victimas del daño colateral
de la modernización a toda costa.
Ahora, en el desastre y la obligada re
– flexión, estamos ante la oportunidad
de revaluar la forma en que nos relacionamos unos con otros y, también,
nuestra interacción con la naturaleza y
el planeta entero. No es un mero jalón
de orejas lo que estamos viviendo; es
un duro golpe a lo que hasta hace unos
meses considerábamos como escrito
en piedra e imposible de transformar.
Si hemos de buscar la alternativa
esta solo puede ser el Estado y la política, la democracia, como eje de la toma
de las grandes decisiones. Lamentablemente estas palabras suenan trilladas;
han sido devaluadas por décadas de
prácticas dudosas.
Tal vez nunca hemos tenido verdadera democracia, en la que cuente la
voluntad de todos y cada uno, verdadera política, como arte del dialogo, de
la creación de consensos, de ponerse
de acuerdo con buena fe y posteriormente accionar coordinadamente, y
Estado como conjunto de instituciones
burocráticas eficaces en la instrumentación de los designios emanados de la
democracia y la política.
Pero esta salida, la del predominio de la triada Estado, democracia y
política, no está asegurada e incluso se
encuentra en riesgo. Frente a los graves
problemas que enfrenta la humanidad
es evidente el retroceso práctico e ideológico de la globalización y el libre mercado. Avanza en cambio la seguridad
de la sociedad en un sentido amplio y
la idea de que solo puede ser garantizada por la capacidad de cada país para
hacer prevalecer decisiones internas,
lo que hasta ahora no permitía el papel
rector que ocupaba el mercado.
Pero las decisiones internas no
necesariamente son fruto de un sano
mecanismo de concertación de acuerdos y democracia. Crece en muchos
lados el autoritarismo nacionalista que
puede aprovechar el desconcierto para
imponer medidas fuera del consenso
político. Lo observamos en el surgimiento de algunos liderazgos fuertes
que para muchos dan la idea de que
hay una conducción clara. Sin embargo, esos liderazgos y el unilateralismo
en la toma de decisiones trastabillan.
El ejemplo más claro es, sin decir
que es perfecta, ni siquiera ejemplar,
es la mayor democracia del mundo,
los Estados Unidos. Ahí se encuentran
claramente enfrentadas dos facciones. Por un lado, el autoritarismo al
servicio de la elite y sin embargo capaz
de hipnotizar a una parte importante
de la población con mensajes nacionalistas, racistas, misóginos y la creación
de enemigos imaginarios a los que
sataniza para cohesionar su base social.
Por otra parte están los que defienden
a las instituciones y a su democracia
en peligro, para impulsar medidas de
ampliación de los derechos sociales.
Afortunadamente pareciera que la
ineficacia de un autoritarismo errático
está contribuyendo, lentamente, a crear
la oportunidad de que en las siguientes
elecciones locales y en la presidencial
el pueblo norteamericano se decida
por el fortalecimiento de sus instituciones y en contra de su manipulación
autoritaria.
Pero esta reflexión no equivale a decir que en el planeta los bandos están
atrincherados en sus ideologías. Todo
lo contrario. Este es el gran momento del pragmatismo económico y de
política social.
Así sea que lo vean como una necesidad temporal, los poderes económicos claman por la intervención del
Estado, autoritario o democrático, para
atravesar este difícil periodo evitando
las peores consecuencias para ellos
y para el conjunto social. Reconocen
que solo desde el Estado es posible la
conducción y las medidas de mitigación económicas y sociales requeridas
en este momento. Es decir que los poderes fácticos
tienen la gran cualidad de la flexibilidad, y si las circunstancias les exigen
el abandono, temporal o permanente,
de lo que hasta ayer parecían mandamientos escritos en piedra lo hacen sin
mayor pena. No es una acusación, es
un elogio. Y algo digno de ser considerado desde otras trincheras; no son
tiempos de principios inamovibles,
sino de pragmatismo.
El Foro Económico Mundial, organizador del gran encuentro anual de
las elites en Davos, representa no los
intereses particulares de cada gran
factor del poder económico y político,
sino los intereses del conjunto y ahora
abandera el ingreso básico universal
frente a las inequidades que esta crisis
ha hecho evidente.
Otro gran cambio es que este será
el año del gran endeudamiento de los
gobiernos, las empresas y las personas.
Algunos analistas señalan que entre este año y el siguiente el endeudamiento
podría crecer en otro 50 por ciento del
PIB, algo que ahora nadie cuestiona. Es
simplemente imprescindible. Al mismo
tiempo se pone en duda el deber
sagrado de pagar las deudas y surgen
propuestas para cancelar deudas de los
países pobres, y de grupos de población en aras de algo más importante, el
derecho a la supervivencia.
La nueva oleada de endeudamiento es posible por la ruptura de otro
paradigma; los bancos centrales están
generando enormes cantidades de dinero, podríamos decir que han echado
a andar las maquinas impresoras de
billetes y con este dinero abundante compran deuda gubernamental,
bajan las tasas de interés y facilitan el
endeudamiento privado de empresas y
personas a bajo costo.
Hasta hace poco proponer la emisión de dinero enfrentaba la alarma
de aquellos que aseguraban que esto
crearía inflación y, en el colmo de la
hipocresía, decían que esta afectaría
sobre todo a los pobres.
Pero hay ejemplos en contrario; el
endeudamiento de Japón que llega al
240 por ciento de su PIB no consiguió
crear el poco de inflación que deseaban para el mejor funcionamiento de
su economía. Y ahora el gravísimo
problema que enfrenta la economía
real, la productiva, es la insuficiencia de
demanda que ya era crónica y ahora es
muy aguda. El hecho es que sin capacidad de demanda por parte de la población no habrá recuperación económica
y se pondrán en riesgo los pactos sociales que, aunque inequitativos, sustentan
a los gobiernos del planeta.
Pero ya altamente endeudados
surgirán otros temas de la mayor importancia. El tema de los impagos y las
necesarias cancelaciones de deuda se
multiplicarán. Y para los gobiernos, las
empresas y las personas, para la economía real en su conjunto, la única manera de pagar será lo que se ha hecho en
el pasado, de tasas de interés bajas, por
debajo de la inflación. Crear dinero en
abundancia ya lo hacen la mayoría de
los bancos centrales del planeta.
Las elites del planeta son flexibles y
pragmáticas, se adecúan; ¿lo hacen las
izquierdas?