Esta semana publiqué en el diario
El País una columna en la que
señalé actitudes preocupantes en
el comportamiento del presidente: una
arrogancia intelectual y moral que, entre
otras cosas se traduce en una rencilla
permanente con los que difieren con él
(desde las feministas hasta los ecologistas, pasando por intelectuales, empresarios o periodistas) y una tendencia a
colocarse a sí mismo en el pedestal de la
historia patria (su obsesión en compararse a Benito Juárez, su consabida frase
de “yo ya no me pertenezco”, su beneplácito a las zalamerías vergonzosas de los
incondicionales de las mañaneras).
Aunque en el texto dejaba en claro mi
apoyo a sus posiciones en contra de la
corrupción y a su cruzada en favor de los
pobres y la justicia social, mis palabras
fueron interpretadas como una solicitud de
inscripción en las filas de los enemigos de
la 4T. “Por fin recapacitaste”, decía algún
comentario; “bienvenido al bando de los
que luchamos por desarraigar el socialismo”,
decía otro. Pero el más frecuente era una reacción que con variantes expresaban un “te
lo dije” (AMLO era un peligro para México o
algo equivalente).
En efecto, yo voté por López Obrador y
volvería a hacerlo si las opciones que me
ofrecen son Ricardo Anaya del PAN o José
Antonio Meade del PRI. No solo porque me
parece que ambos encabezaban proyectos
que bajo distintas modalidades representan “más de lo mismo”, sino también
porque sigo creyendo que el México de los
desamparados ya no estaba en condiciones
de soportar un sexenio más de marginación
y desprecio. Estoy convencido de que el
país estaría en peores circunstancias si no
existiera un personaje como López Obrador,
capaz de encausar política y democráticamente la exasperación de tantos.
La derecha no parece darse cuenta de
que el verdadero peligro para ellos no es
AMLO sino la fuerza que lo llevó a Palacio
Nacional. Los descarrilamientos de trenes,
los linchamientos espontáneos contra
supuestos violadores, los llamados al saqueo
son salidas extremas que no solo revelan
la impunidad y la ausencia de Estado de
derecho, sino también la rabia y el resentimiento contra un sistema que durante
décadas decidió concentrar los beneficios
en el tercio superior de la población. Optar
por un sexenio a favor del cambio, que de
prioridad a los pobres, no solo es un tema de
conciencia social y de ética, sino también de
conveniencia política para los que preferimos evitar un estallido social. El personaje
puede ser anecdótico, ocurrente y provocador pero lo que representa es real, y existe
con o sin AMLO. Excepto que sin él, el riesgo
de una explosión social está a la vista.
Ahora bien, que hayamos votado por
Andrés Manuel López Obrador no nos hace
cómplices incondicionales del régimen,
de la misma forma que criticarlo tampoco
nos convierte en opositores. Comparto las
banderas que sostiene el presidente, pero
eso no significa que lo crea infalible o que
siempre coincida con la manera en que intenta ponerlas en movimiento. En ocasiones,
incluso, me parece que exhibe actitudes con
las cuales obstaculiza sus propias metas, que
son las mismas de muchos que lo hemos
apoyado. Que la crítica profesional señale
lo que podría ser desacertado o mejorable,
desde una perspectiva distinta a la que se
observa desde Palacio, es útil para enriquecer la conversación pública y extender puentes entre bandos al parecer irreconciliables
empeñados en discutir a tumba abierta.
El artículo no gustó a muchos simpatizantes de López Obrador que me acusaron
de darle “municiones al enemigo” o hacerle
el caldo gordo a los fifís. Entenderlo así significa caer en el juego de reducir la sociedad
mexicana a dos bandos condenados a vivir
en eterno desencuentro. Entiendo que unos
y otros puedan no estar de acuerdo con mis
argumentos, pero rechazaría que simplemente se me juzgue por rehusar encasillarme en la lisonja incondicional o en la crítica
destructiva.
López Obrador ha sido un líder consistente y esforzado que encausa el clamor de
muchos a favor de un cambio, pero eso no lo
hace ni perfecto ni infalible. El mayor riesgo
para el que se encumbra es la pérdida de
perspectiva, sobre todo cuanto se encuentra
rodeado de una corte de aduladores, como
invariablemente sucede con todo soberano.
Pero igual de dañino es asumir que todo
cuestionamiento es un intento de derrocamiento. Se equivocan sus adversarios
cuando creen que la fuerza social que exige
cambios equivale a López Obrador; eso
supondría que liquidarlo políticamente les
resuelve el problema sin darse cuenta del
fondo social que hay detrás. Pero, paradójicamente, lo mismo sucede con muchos
simpatizantes de la 4T y en ocasiones con
el propio AMLO: creer que su persona es el
movimiento, con lo cual toda crítica a sus
actos y palabras constituye una traición a la
causa.
Desde luego que hay una crítica sistemática dedicada a descalificar y debilitar el
proyecto de cambio que encabeza López
Obrador. Sus razones tendrán, pero no son
las mías. No hago mío sus “te lo dije”. Ellos
siempre han creído que el país marchaba en
la dirección correcta y simplemente necesitaba ajustes y correcciones. Nunca coincidiré con eso, incluso si por alguna razón se
malogra la puesta en marcha de la 4T. En
tal caso, y espero que no lo sea, habrá que
cuestionar los errores en la instrumentación,
la pérdida de brújula, las falencias humanas.
Pero no la intención.
El verdadero peligro para México, creo
yo, es que fracase dramáticamente el
proyecto de cambio, que no se consiga un
impulso pendular para aliviar la situación
de los desesperados y que el propio abismo
social nos cobre la factura a todos. Ofrecer
un espejo lo más honesto posible para que
el soberano pueda verse de manera realista
tendría que ser el papel de la crítica reflexiva, aun cuando se corra el riesgo de que
la imagen no coincida con los que quieren
beatificarlo o, por el contrario, destruirlo