A la pregunta “¿Qué es
usted”, ¿cuál sería
su respuesta?. Es una
interrogación vaga, pero, sin duda,
inquiere sobre su identidad. Una
noción que no sólo ha renacido con
fuerza, sino que “ofrece sentido” a
buena parte de la conversación y
el conflicto públicos. Cuatro, creo,
son los criterios más comunes para
fijar eso que llamamos identidad: a)
nacionalidad, b) religión, c) sexo y d)
filiación política.
A) Se puede ser mexicano,
húngaro, polaco, japonés. B) Se
puede ser católico, musulmán, judío,
evangélico, ateo. C) Heterosexual
hombre o mujer, gay, lesbiana,
transexual, travesti, transgénero,
intersexual. D) De izquierda o
derecha, o más “fino”: conservador,
liberal, socialista, comunista; o
monárquico o republicano…
Tener una historia común,
compartir un territorio y normas
político-administrativas y en muchos
casos una lengua, una “cultura” no
es baladí. Por supuesto que fijan
una identidad: peruano, argentino,
etcétera. Compartir un mismo
credo y rituales religiosos también
construye grupos humanos con
rasgos y características similares:
católicos, protestantes, etcétera. En
materia de adscripción sexual, las
posibilidades se han multiplicado y
quedaron atrás los formularios en
los que sólo existían dos casilleros
(hombre o mujer) y también
se generan identidades. Y los
idearios y plataformas políticas,
hoy en descenso como fórmulas
de identidad, siguen produciendo
subconjuntos humanos marcados por
esas doctrinas.
Estamos hablando de conjuntos
inmensos y cualquiera sabe que
en su interior existen diferencias
manifiestas. Pero no son los únicos
marcadores de identidad. Como
señala Amartya Sen, los aficionados
al futbol tienen diversas filiaciones:
americanistas, chivas, necaxistas,
etcétera. Hay grupos de filatelistas,
de amantes del teatro o la ópera, de
corredores de maratones, clubes de
periodistas, de “leones” o “rotarios”,
de repostería, de patinaje sobre hielo
y así. Y por supuesto esas identidades
se superponen. Son conjuntos
no exclusivos y excluyentes, sino
trenzados de múltiples maneras.
Se puede ser mexicano católico
(o de otras religiones o ateo),
heterosexual, homosexual, bisexual;
morenista, panista, priista o abominar
de los partidos; echarle porras al
América o al Guadalajara; estar
inscrito en un club filantrópico y
otro de boxeo. De tal suerte que el
asunto de la identidad se vuelve más
complejo. Conforme vemos más
hacia los individuos la variedad de
identidades crece y se diversifica ya
que cada uno de nosotros es portador
de varias identidades. Pero conforme
subrayamos las supraidentidades
(nacionalidad, religión, sexo o
ideología política) se tiende a
construir conjuntos presuntamente
homogéneos que, se dice,
sobredeterminan a los individuos.
Esta última operación es la que
construye identidades grupales
que en no pocas ocasiones suelen
ser cerradas e intolerantes. Los
nacionalismos extremos, los
fundamentalismos religiosos, el
machismo descarnado con su cauda
de homofobia y misoginia o la
intolerancia política suelen formar
retóricamente grandes conjuntos
humanos enfrentados, fruto, dicen, de
sus respectivas identidades.
Escribió Amartya Sen: “Muchos
de los conflictos y atrocidades
se sostienen en la ilusión de una
identidad única que no permite
elección. El arte de crear odio se
manifiesta invocando el poder mágico
de una identidad supuestamente
predominante que sofoca toda
otra filiación y que, en forma
convenientemente belicosa, también
puede dominar toda compasión
humana o bondad natural”. (Identidad
y violencia. La ilusión del destino,
traducido por Verónica Inés Weinstabl
y Servanda María de Hagen. Katz,
serie Discusiones, Argentina, 2007).
Hay quienes se montan en esas
“identidades” y las explotan. La
operación es relativamente sencilla
y peligrosa. Se trata de reducir a un
conjunto humano que, visto de cerca
y con cuidado, no puede ser sino
plural y diversificado, y convertirlo en
un conglomerado homogéneo al que
se le atribuyen ciertas características.
Y esa misma operación muchas
veces supone construir otro conjunto
diferente y fuera del primero al que
se le atribuyen contravalores que
supuestamente le son inherentes.
Así, búlgaros, estadunidenses,
evangélicos, judíos, lesbianas,
travestis, conservadores, morenistas,
pueden ser denominaciones que
desde dentro del conjunto al que
aluden pueden verse como grupos
virtuosos, o que desde la dinámica
confrontacional denoten una
carga negativa. Sería curioso si no
fuera alarmante que una misma
denominación, una misma identidad,
sea para unos toque de orgullo y para
otros un agravio.
Cualquiera sabe (o debería saber)
que cuando se habla de conjuntos
humanos tan grandes en cada uno
de ellos hay de todo: inteligentes
y tontos, trabajadores y huevones,
amables y patanes, solidarios y
envidiosos, pacíficos y violentos,
respetuosos de la ley y delincuentes
y sígale usted. El demagogo, sin
embargo, reducirá esa diversidad a un
estereotipo que puede ser glorificador
o humillante. Todo aquel que diga:
“Los canadienses son…”,“Las mujeres
son…”, “Los musulmanes son…”,
invariablemente estará reduciendo un
conjunto abigarrado y contradictorio
de personas a un estereotipo. Esos
estereotipos de las identidades son
los que no pocas veces sirven para
desatar las más terribles agresiones
y persecuciones, que con más
frecuencia de la deseada sirven para
robustecer, paradójicamente, la
identidad de los agresores.
Cuando usted, de manera inercial,
resalte cualquier cualidad o defecto
de un grupo humano masivo
haciendo alusión a su “identidad”,
piense dos veces lo que está diciendo.