La crisis social convertida en
disturbios violentos en los EE UU
por el asesinato del civil George
Floyd a manos de brutalidad policiaca
no es culpa de Donald Trump ni de su
racismo. Se trata de una agenda pendiente que no resolvió la presidencia del
primer presidente afroamericano de los
EE UU, Barack Obama, y su agenda más
de reconstrucción del capitalismo por la
crisis de 2009 que por los derechos de las
minorías raciales que no resolvieron las
reformas de 1964-1968.
Los datos mayores parecen ser soslayados: a Floyd lo mató el abuso de fuerza de
un policía de Powderhorn, en Minneapolis,
estado de Minnesota, ciudad y estado donde los gobernantes del Partido Demócrata.
Y si bien el lenguaje polarizante y las
actitudes racistas de Trump son un activo
estadunidense, en el caso de Floyd fue un
asunto de policía estatal y de cortes locales
que exoneraron al asesino.
El racismo contra los afroamericanos se
había vuelto un tópico político con Trump
por las protestas rodilla en tierra de los
jugadores de futbol americano a la hora del
himno nacional en competencias de ligas
superiores con la bandera de denunciar
abusos policiacos contra afroamericanos. Y
no eran de manera estricta contra Trump,
sino contra las estructuras policiacas marcadas por el abuso de fuerza donde antes
había respeto a las leyes y a la autoridad.
Pero nadie registró cuando menos la
sensibilidad ante las protestas, ni siquiera la
minoría demócrata de Nancy Pelosi. En la
lucha por los derechos civiles de la segunda
mitad de los cincuenta a los sesenta de las
reformas de Johnson y bajo el liderazgo del
reverendo Martin Luther King, la violencia
fue erradicada ante la brutalidad de las
represiones policiacas. La lucha se salió de
control en las protestas contra la Guerra de
Vietnam en locales universitarios. En octubre de 1967 una muchedumbre se metió
a las instalaciones del Pentágono, llegó a
la escalera principal de acceso y quemó
tarjetas de reclutamiento justo debajo de
la oficina del secretario McNamara, una
historia que fue inmortalizada por Norman
Mailer en su libro, mezcla de reportaje y
análisis, Los ejércitos de la noche, aunque
con páginas para registrar, como asistente,
su angustia por encontrar un baño porque
había bebido mucha cerveza y necesitaba
descargar la vejiga,
Y luego llegaron, en 1992, los motines
de seis días en Los Angeles, California,
porque un jurado había exonerado a los
policías que le dieron una paliza al camionero Rodney King, una de las primeras expresiones de las grabaciones en video que
hoy son tan populares. Los afroamericanos
salieron a la calle a romper todo, a gritar
a destruir y muchos a robar. Y entonces se
dijo lo que hoy se repite: son los pobres,
son los resentidos, son los excluidos.
Sobre el caso de Los Angeles 1992 existe
una novela extraña: narra lo ocurrido en
las zonas periféricas a los disturbios por la
ausencia policiaca, mientras se veían las
columnas de humo de los autos y negocios
quemados. En Todos involucrados el escritor Ryan Gattis cuenta la historia de una
lucha entre pandillas de origen hispano
ante la ausencia policiaca; es decir, la otra
violencia racial, la lucha delictiva por el
control de territorios, la violencia de los
delincuentes practicada sin límites que,
dice la versión oficial, explica la rudeza
policiaca que causa represiones, torturas y
asesinatos.
Los disturbios de Los Angeles comenzaron cuando un jurado exoneró a los
policías que apalearon a Rodney King y
terminaron cuando un segundo jurado revisó el caso y, más en acto político que de
legalidad, determinó la culpabilidad de los
policías acusados. En el curso de seis días
el saldo fue enorme: 10,904 arrestos, 2.383
heridos, 11,113 incendios y perdidas por
más de mil millones de dólares, sin contar
con el aumento de delitos en zonas que la
policía no pudo atender por estar parando
los disturbios.
Los afroamericanos han padecido todo
tipo de agresiones del sistema estadunidense. A finales de los ochenta el periodista
Gary Webb, del San José Mercury News,
reveló que la CIA había estado vendiendo
droga en la comunidad afroamericana de
Los Angeles para tener fondos que financiaran la compra de armas para la contrarrevolución nicaragüense. Aunque la CIA
logró controlar los daños y aislar a Webb,
de todos modos, su revelación fue cierta: la
élite de inteligencia veía a los afroamericanos como una raza consumidora de droga.
La presidencia de Obama marcó un
punto de inflexión histórica que quedó
resumida a una línea en la historia: fue el
primer presidente afroamericano de los
EE UU; nada más. Obama llegó a salvar al
capitalismo de la crisis de 2009 y en ocho
años nada hizo por la comunidad afroamericana cuyos problemas él no conocía,
porque llegó a los EE UU en los ochenta,
cuando el problema racial había amainado y ya existía el matrimonio interracial
como punto culminante de la igualdad. El
dato más revelador del fracaso racial de
Obama fue la elección como su sucesor del
racista Trump, con el voto de hispanos y
afroamericanos.
Lo que ha fallado, también, ha sido la
ausencia de un proyecto social de integración. Trump arreció su racismo contra
los hispanos, no contra los afroamericanos. Pero lo mismo da. En época de crisis
económicas y financieras la polarización
social amplía las distancias. Pero es un
problema de la sociedad, no de Trump.
Los gobernantes estatales y de condado en
Minnesota son demócratas y en nada han
cambiado los patrones de autoridad de las
policías.
El racismo en los EE UU es histórico y
es producto de la desigualdad social del
capitalismo.
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